sábado, 12 de julio de 2008

Viaje en moto hacia el idioma húngaro como quien se juega la vida



por Eva Feld

Aposté al idioma húngaro como quien se juega la vida. Mi padre había muerto hacía apenas tres meses, cuando yo andaba planeando secretamente traducir al castellano a Frigyes Karinthy (1880/1956), su escritor favorito. Lo haría por el mero hecho de inventar excusas que me permitieran interrumpirlo en su trabajo, pues, a los 84 años aun acudía a la oficina y todavía era capaz de escribir cartas en alemán, leerlas en francés, contestar el teléfono o revisar su correo electrónico en italiano, en inglés, en castellano y sacar cuentas, eso sí, invariablemente en húngaro.

Mi padre siempre tenía algo que contar. Recordaba cientos de historias que había visto en películas; leído, vivido o sobrevivido (cuando se trataban de los de la segunda guerra mundial). Era además dueño de inacabables parábolas, anécdotas, chistes. Cuando yo lo visitaba a su oficina, sacaba de un viejo armario una botella de vodka y nos servía lo suficiente para que nos mojásemos la lengua. Los ojos de mi padre adquirían aun mayor brillo cuando se refería de Karinthy. Le fascinaba su agudeza, su estilo. Y yo, claro, quería alcanzar esa fascinación. Muchas veces habíamos hablado de sus libros. Notablemente de Igy irtok ti (Así escriben ustedes) una parodia sobre el estilo de una veintena de autores, escrita, según mi padre, con cultísima sorna, con conocimiento de causa, con sencillez.. Era capaz no solo de recordarlo sino hasta de citar algunos de sus párrafos.

Desde que mi padre falta, me aventuré primero con un librito, uno de sus primeros, y lo leí de la única manera en que soy capaz de hacerlo en húngaro: en voz alta para escuchar los difíciles sonidos que emito o mejor dicho que adivino, hasta que al final logro entenderlos. Se trataba de breves historias colegiales, recuerdo haber incluso llorado con la primera, porque reflejaba la infancia de un escritor que aun ni sospechaba que sería famoso, pero escrita con la nostalgia de quien ya lo era. Lo único que no logré traducir a mi entera satisfacción fue el título: Tanár úr kérem que estrictamente quiere decir Profesor por favor, pero que traduce muy mal lo que en verdad puede, a mi entender, llegar a significar.

Nunca llegué a comentar con mi padre aquella teoría de Karinthy, surgida en su relato Cadenas (1929), que tanta popularidad le granjeó en el mundo. Una que se ha dado a conocer como la teoría de los Seis Grados de Separación, según la cual cada persona del planeta está conectada con cualquier otra a través de una cadena de conocidos con no más de cinco eslabones o puntos de unión. Es decir, seis niveles nos separan de cualquier persona del planeta. Seis pasos. Seis grados.

Pero en cambio, Karinthy se convirtió en puente entre nosotros cuando subía la marea en nuestros respectivos estados de ánimo. Acudió a nosotros cuando lo veía preocupado por la situación sociopolítica, financiera o económica del país, cuando lo sentía alterado por los embotellamientos de tránsito o por el asomo de cualquier otra angustia, ansiedad o turbación. A veces, seguramente inspirados por Karinthy, jugábamos a lo que nos gustaba llamar “crucigrama”. Uno describía lo que quería decir y el otro debía adivinar la mejor palabra que lo expresara. Siempre me llevó la delantera.

Cuando murió, el 17 de febrero de este año, me aferré al idioma húngaro como quien se juega la vida. Me zambullí en Karinthy hasta sentir en mi cabeza el bisturí que cercenó la de él, de lo cual dio fe en su memorable relato titulado Viaje alrededor de mi cráneo y en cuya introducción aclara que no faltó algún imbécil que echara a correr la bola de que se había inventado semejante operación para llamar la atención, aumentar su popularidad y por supuesto la venta de sus libros. “No tuve sino dos opciones- dice- la de ignorarlo por completo o la de contestarle. Este libro es mi respuesta”

Con el duelo ahorcándome y sin lograr contener las lágrimas, emprendí en mayo un viaje hacia el húngaro; hacia el idioma materno de mi padre transilvano. Lo hice en moto, desde Munich, de manera que durante casi ocho horas, múltiples vocablos se garrapiñaban en las circunvalaciones de mi cerebro. Vi a mi padre en todas ellas y a Karinthy junto a él. Mi padre contaba muchas historias. Decía del premio Nóbel de Imre Kertesz y de la popularidad de Sándor Márai. Hablaba del realismo mágico y del regusto, que él no compartía, por el estilo abigarrado y barroco de muchos escritores latinoamericanos. Karinthy asentía y lo invitaba al café New York, de Budapest, a tomarse un trago de aguardiente. El palinka les abría el apetito y ordenaban queso liptai, y salami con pan negro. Karinthy y mi padre se entendían en húngaro, por supuesto, pero yo los traducía en simultáneo al castellano, que es el idioma en el que mejor pienso, leo, escribo y saco cuentas.

Llegué pues, en moto, al centro de Budapest, a la plaza Oktogon, que no es realmente una plaza como tal sino una suerte de distribuidor con ocho lados fraccionados en cuatro triángulos y de allí, a pié, a La tienda de los escritores, una librería custodiada por dos estatuas de autores famosos: a la entrada por la del poeta simbolista, Endre Ady y en la acera de enfrente la del narrador Mór Jokai. Entré en vilo, como transportada por mis dos notables anfitriones, Karinthy y mi padre. Se mofaban de mí, me tildaban de cándida, sobre todo cuando me vieron preguntarle a la librera por los gustos de los lectores actuales. ¿Acaso no podía yo constatar con mis propios ojos la abundancia de libros de autoayuda y de best sellers (Harry Potter, Crichton o Don Brown), igual que en el resto del mundo? Fue mi padre quien pagó, aunque lo hiciera yo con mi mano, una franela que compré con la estampa caricatural de Karinthy, una en la que se come, con tenedor y cuchillo, a los escritores que en verdad devora en su Igy irtok ti. Imposible cargar con libro alguno, apenas logré apretujar la franela en mi ya muy constreñido equipaje de motera.

Unos versos de Ady (en la versión en castellano de David Chericián) de su poema Jinete extraviado, podrían “simbolizar” mi desencanto de centauro descaminado: He aquí el tupido y denso matorral, / he aquí el apagado canto viejo / agazapado entre la niebla sorda / desde nuestros bravos, tristes abuelos… Todo es sangrar. Todo es secreto, / todo es opresión, todo antepasados, / todo es bosque y juncal, juncal y bosque, / todo es dementes, dementes de antaño… Jinete yo misma, nuevamente subida en la moto, rumbo a la plaza Blaha Lujza en busca de otra librería, la Fokusz, para no quedarme rumiando el último verso del mismo poema de Ady: Se oye trotar del extraviado / jinete de antes, las encadenadas / almas de los juncales ancestrales / y talados bosque se sobresaltan.

Los ciudadanos de Budapest inmutables en su cotidianeidad ni siquiera advierten que se ha colado en una de sus principales avenidas comerciales una especie de androide. Toda ataviada en inmensos protectores negros, con botas de montar, recorro a pie las casi cuatro cuadras hasta llegar por fin a la librería Fokusz. Tampoco allí llama la atención mi indumentaria, en cambio sí mi desmedido interés en la literatura húngara. Pretendo absorberlo todo: ¿Qué libros se venden más? ¿Cuáles se editan y sobre todos cuáles se reeditan? ¿Aún pervive el interés por Karinthy?, ¿y por Kostolanyi?, ¿y por Krudy? Me atienden dos jóvenes estudiantes de letras con fascinación y sin prisa. Su respuesta monosilábica me reconforta: “Sí” responden al unísono y no tardan más de un par de minutos en ponerme las últimas reediciones ante los ojos. “Karinthy es de lectura obligatoria en la escuela”.

En húngaro literatura se dice “bellas letras” y de su continuidad se ocupan varias casas editoras (Kalliguan, Europa, Helikon, Talentum y más; públicas y privadas; en formato de lujo y en ediciones económicas). ¿Nuevos escritores?, ¡Sí! También abundan: Lajos Parti Nagy, cuyo libro más popular se titula Ni tambores ni trompetas; Kristian Gecsó, Escuela de baile; todas las novelas de Magda Szabo, además Daniel Varró, Orsolya Kavafiath y Pal Závada. ¿El precio de los libros? Más caros que antes, sí, pero aun accesibles. ¿Literatura light?, ¿Best sellers? Sí, abundantes, traducidos del inglés, pero también nacionales como los libros de Lászlo Lörincz o István Nemeve entre otros.

El tiempo vuela, aún falta por recorrer unos 150 kms para pernoctar en Arád, esa pequeña ciudad industrial de Transilvania adonde la cena ha de deslumbrarnos por abundante, sabrosa, bien rociada con aguardiente y animada con música local. Habré de regresar a Budapest en un par de días, pero esta vez en plan de turista, en compañía de mis amigos moteros. Recorreremos las calles que Márai describe con gran emotividad en su biografía, lo haremos de la mano experta de una guía cubana. Se llama Elena. Mis compañeros de viaje lucubran, sospechan que es una refugiada, ella aclara que llegó a Budapest hace una veintena de años como becaria y que contrajo nupcias con un húngaro de quien a la sazón se divorció y que ahora, cuando domina el idioma endiablado de los magyar y que se siente plenamente húngara, se enamoró de un hombre vasco, que vive compartida entre San Sebastián y Budapest y que ha de aprender el euzkera, otra lengua igualmente desemparentada. Mientas nos pasea por calles y avenidas, sobre puentes y por pasillos, bulle en mi mente una sincronía, otra más: ¿Qué curioso que sea precisamente una cubana ciudadana del mundo, activista de las libertades democráticas , poseedora de las mejores recetas para encurtir el pimiento húngaro y con acento español, la encargada de llevarnos a la Sinagoga de Budapest, una de las más grandes y lujosas del mundo, a la que los judíos la llaman también el templo del tabaco, puesto que está ubicada en la calle Dohany, que significa precisamente tabaco en húngaro? Y que fue construida en el siglo XIX con 2.964 asientos. Henos allí pues conmovidos por la enorme presencia de los exterminados, artísticamente recordados en monumentos extraordinarios: la escultura de un árbol en metal, cuyas hojas llevan, cada una, el nombre de algún pariente desaparecido; otra con la lista de los benefactores que se pusieron en riesgo para salvar judíos; un museo con memorabilia judaica, que incluye desde objetos rituales hasta recuerdos de los campos de exterminio.

Hablo de sincronía porque ese fue el único momento en el que mi padre, judío, único superviviente de su familia íntima, húngaroparlante, no se hizo presente. Resultaba menos doloroso seguir de tertulia con Karinthy. Recordé y se los hice saber, que mi primer contacto con la poesía húngara, traducida al castellano, ocurrió en 1984, cuando la Editorial arte y cultura, precisamente cubana, acababa de publicar una antología prologada por Éva Tóth.


A mi regreso a Caracas, busqué el libro para reproducir aquí al menos algo de lo que la prologuista dice sobre Ady: La poesía de Ady, como la música de Bartók, tanto diacrónica como sincrónicamente es la mayor síntesis realizada hasta ahora en la cultura húngara. Así como en el arte de Bártok están presentes desde la pentatonía, la herencia más antigua, finounguia, asiática, de la música folklórica húngara, pasando por el romanticismo nacional que adquiere valor universal en el arte de Ferenc Liszt y su superación bajo el signo de las tendencias modernas, hasta la vanguardia musical del siglo XX y la música popular incluso de los pueblos vecinos e incluso de los turcos y árabes, así la gama de la poesía de Ady va de las ancestrales formas poéticas basadas en el acento, pasando por las formas llegadas de Europa Occidental, asimiladas a través de los salmos calvinistas, hasta el verso libre… Ady es, como Bártok en música, la figura más húngara y a la vez más universal de la renovación literaria de comienzos del siglo XX…”

Mi padre solía decir que si Karinthy y muchos otros autores húngaros hubiesen escrito en otro idioma, serían hasta el sol de hoy famosos y leídos en el mundo entero. Yo agrego que apenas están siendo descubiertos por las editoriales españolas. Mientras tanto yo sigo zambullida en el endiablado idioma húngaro como quien se juega la vida.





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1 comentario:

Anónimo dijo...

He encontrado hoy esta entrada antigua y quisiera dejar al menos un saludo, por si llega.
Concí Budapest hace un par de años y quedé atrapado, no sólo popr la ciudad sino sobre todo por la literatura. a mí sí me cabían libros en la maleta, y volví cargado de Krudy, Antal Szerb, Eszterhazy y Kertesz (además de Los chicos de la calle Pal, descubrimiento tardío que haré leer a todo sobrtino que se me ponga a tiro).
Hago todo lo que puedo, desde entonces, para hacer ver a mis compatriotas lo que se están perdiendo (he convertido hace poco a un crítico y poeta que está haciendo estupendas reseñas de Antal Szerb).
Muchas gracias por su conmovedora historia. Yo nunca me zambulliré en el magiar 8la vida es tan breve...) pero esos autores han llegado a mi vida para quedarse.