miércoles, 7 de mayo de 2008

Tres retratos almados

por Eva Feld


Diego Barboza, (1945-2003), pintor venezolano, Premio Nacional de Artes Plásticas 1997, atravesó una intensa, pero poco conocida fase de obsesión por crear personajes, que es como prefería llamar a sus retratos. Cuando se cumplen cinco años de su muerte y en ocasión de celebrarse en el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid una invaluable exposición de retratos, burilar un espacio en la masa informe de la desmemoria para recordar algunos de los suyos, resulta un acto de justicia, pues en el juego múltiple de espejos que reverberan entre el artista, su modelo y el cuadro resultante, puede acontecer que los demiurgos encuentren albaceas.

Queden aquí consignadas, pero invertidas, las tres primeras personas del singular: Él, tú y yo fuimos retratados por Diego Barboza.

Tímpano (un retrato de Fernando Batoni)








Entre apolíneo o dionisiaco el hombre auditivo se inclina. Helo aquí ensordecido por los colores espectrales del arte. Helo aquí de cuerpo quieto y obligado a escucharlos. El hombre que hoy posa es psicoanalista. Y se pregunta el artista, sin saber que cita a Zaratustra, si será posible hacer estallar el tímpano, romperle los oídos, a los que escuchan, para hacerles oír con los ojos. Será por eso que sobre el papel tendido, transformado en tambor, descarga impresiones para hacerlas resonar: el adentro y el afuera en percusión heterogénea. Vedlo allí al artista en su taller sobredimensionándole las orejas al doctor Batoni, deformándoselas, porque él intuye que existe en la estructura del tímpano algo que se llama “triángulo luminoso” y no puede un creador plástico dejar escapar luz alguna. Es el propio Conde de Lautréamont, autor de los Cantos de Maldoror, el responsable del triángulo luminoso que desenfoca. Es él quien encarna en sus poemas todas las miserias, las angustias, los sufrimientos humanos, remotamente parecidos a los que escucha el médico en su consultorio, y para los que tiene respuestas, consuelo y misericordia. Pero helo aquí ahora sometido al tamborileo que produce el martillo sobre el yunque de su oreja, en el oído propio. Vedlo como oye sin saber que ve los vericuetos del alma suya. El hombre auditivo que Diego Barboza está pintando nació en el estado Trujillo. Allí comenzó a vivir también Barboza el padre de quien está pintando y Lautréamont constata que, al percibir esta coincidencia, es el pintor quien está viendo con el oído. Y sabemos, gracias a Jacques Derrida, que la membrana del tímpano está tendida oblicuamente. Oblicuamente de arriba abajo, de afuera adentro, de adelante atrás; y que el tímpano bizquea.



Los oídos que ahora ven en el psiquiatra otra imagen, ahuyentan del lugar al conde de Lautréamont, quien se aleja susurrando entre dientes un verso frenético publicado en 1869 y que entusiasmó a los poetas surrealistas en 1920: …, yo hago que mi genio sirva para pintar las delicias de la crueldad. Obviando las últimas tres palabras, las repite el artista en voz alta, a la maniera de Diego Barboza: Al pintar con delicia hago al genio.

Ipsidad (un retrato de Laura Cequera)






-No me gusta –espeta Laura con cierto resentimiento desde el mismo sofá donde días antes posó para Diego- me choca, me confronta con aspectos de mí misma que no me gustan, Además tiene pico como de pájaro y un seno desproporcionado-. Laura no abandona su cartera negra, se aferra a ella como a un escudo. Salvavidas sería más ajustado a esa verdad tecnológica que la rescata por segundos de la soledad, pues en ese bolso sobreestimado, vibra y suena y pita y late su teléfono celular, el mismo que sostiene entre sus manecillas de mujer urbana, sometida a la vorágine cotidiana y al aislamiento, en el cuadro que está mirando con desagrado mientras se refugia nuevamente en sus mientes telefónicos, pues el celular omnímodo y opíparo devora toda su atención cada vez que suena. El interludio le ha dado un respingo a Diego, que con una calma inusitada vuelve a pintar su retrato, esta vez con palabras. Laura lo escucha atenta: “no busques querida amiga una imagen realista de espejo, ni pretendas hallar un calco de la realidad, este es un cuadro que pinta en ti a la mujer de hoy, rodeada de artefactos y confinada a la soledad. Éste es un cuadro que retrata tanto la sublimación como la alienación, pero también la desolación que se acrecentó en mí con la catástrofe de las inundaciones en el estado Vargas”. En eso entra en el estudio de Diego, ajena al diálogo, Doris, su esposa, y al pararse frente al cuadro de Laura declara: “éste es el mejor de todos los retratos, esta línea que lo atraviesa diagonalmente abre la perspectiva, este color es revelador de una pasión inconmensurable y el parecido de la cara es incontrastable”, dicho lo cual desaparece.


“Es verdad - asiente Laura -, el cuadro es bueno… lo que no me gusta es que sea yo”

Incido (un retrato de Eva Feld)



Diego no es un contemplador de los modelos que pinta, prefiere penetrarlos, auscultarlos, y sólo logra vencer la pereza que le produce emprender un cuadro, a través del amor. Pero no uno cortés ni arrobado; libidinoso o sexual; místico o espiritual. Sino un amor de transmutación material, un amor egoísta y narcisista en el que acaba siendo, mediante la posesión, él mismo el modelo que va pintando y es en esa sucesión de autorretratos donde se enriquece.

Existe en su refracción de mí, una austeridad y una severidad rituales: Soy esa mujer que él no puede pretender ser. Soy color que no existe, espejismo. Muchas veces somos ambos seres andróginos o hermafroditas, otras veces somos colegas en el oficio deformador de la realidad, pero siempre, por más que nos acerquemos, por más que coincidamos, por más que se establezca entre nosotros una sincronía especular, somos, el uno para el otro, la total diferencia.

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