viernes, 30 de mayo de 2008

Relatos de viaje

Relatos de viaje (I): El Báltico desde San Petersburgo



Por Eva Feld

Una vez instaurada la velocidad en las circunvalaciones cerebrales y en el flujo sanguíneo, queda absorbida en ella la mística quietud y la aparente calma sideral. Todo cuanto acontece frente a los ojos, adquiere a la intemperie y a 150 kilómetros por hora, forma y colorido de constelación, la vista es entonces un objeto más, otro, en el vasto paisaje del sujeto que observa. Viajar en moto rompe el esquema lineal de precurso enmarcado. Deja atrás, y lejos, el encuadre. Todo aquello que el viajante ve en auto, en tren, en avión sólo como sucesión de imágenes, puede en moto ser inspirado, pues ninguna imagen se disocia del viento. Se es tamiz del universo circundante y se forma parte del movimiento perpetuo que empuja las nubes y mueve las aspas de modernos molinos generadores de energía eólica, en nada similares a los gigantes que le arrancaron proclamas al hidalgo Don Quijote a lomo de Rocinante.

Viajar en moto reclama del viajante todos los sentidos, incluyendo el sentido común y el de orientación. Sólo que cuando la velocidad penetra los vericuetos de la mente incide dramáticamente sobre la realidad hasta disolverla y convertirla en mucho más que suma de estímulos. Es así como la vista sirve para comerse al mundo, los oídos para paladear su lubricidad, el olfato para ubicarse. Mención aparte merece el sentido del gusto, no tendrían razón, de otro modo, las paradas intermedias entre ciudades o caseríos, entre riberas y costas, entre países y continentes. Cómo atribuirle méritos a la velocidad cuando de sabores se trata, cómo hacerlo cuando lo que se degusta, sólo puede ser pescado en el Mar Báltico, cuando lo que se cata es un vodka tan idiosincrásico que lleva el nombre de la ciudad donde comienza este trayecto en moto: San Petersburgo.

La Venecia rusa no admite velocidad alguna, impone, forzosa, la marcha a pie y los rituales dilatados frente a las obras maestras en iglesias ortodoxas, en museos, en calles y plazas, en los paseos entre los canales, cuyos guías turísticos ignoran campalmente la existencia de otros idiomas fuera del ruso. La Venecia del Báltico exige paciencia y tolerancia frente a los baches que le ha dejado la historia; frente a la reconstrucción de su peculiaridad o incluso frente al caviar emblemático, cuyo costo constituye en si mismo una razón para consumirlo despacio.

La antigua Leningrado aislada en su esplendor durante más de medio siglo de los mismos rusos, los recibe ahora en avalancha. Se les ve redescubrir el sitio donde fue asesinado el Zar Nicolás II en 1881; se les escuchan exclamaciones al conocer que semejante monumento emblemático de la ciudad, la Iglesia de la Sangre Derramada, fue empleado, durante la era soviética, como almacén de papas. Se les ve colmar los paseos en lancha por los canales y tocar el agua del Neva y rozar los puentes para darle verosimilitud a lo que ven. Se les siente en la avidez de la reconquista cierto recelo contra las miradas extranjeras. Esto que se adivina, es refrendado por una política turística que les triplica el valor de las entradas a los espectáculos artísticos a los visitantes foráneos o acaso sea empleado el ingreso “excedentario” en la remodelación de las viejas edificaciones cuyas falsas fachadas esconden, detrás de ingeniosos cortinajes, cuadrillas de obreros desafiando andamios, moldeando estuco, reparando paredes.


La catedral de San Isaac invita a treparla hasta el mirador desde donde se divisan 360 grados de la esplendorosa ciudad con sus canales y puentes, flores y estatuas, maravillas que luego habrán de ser visitadas de cerca, Maravillas como las que pueden verse en el Museo del Ermitage (desde arte egipcio hasta Matisse y Picasso, pasando por Rembrandt, Rubens o los grandes del Renacimiento italiano, todo matizado con café negro aterrador en un muy moderno cybercafé). Maravillas que no pueden ser inventariadas en el Museo Ruso porque abarcan desde antiguos iconos del siglo XII hasta la más impactante retrospectiva de Marc Chagall, pasando por una abundante exhibición de gráfica rusa. Maravillas como la visita a la necrópolis en la que yacen entre otros Chaikovski, Rimsky Korsakov y Fedor Dostoievski, cuyos acordes implosionan en la zona auditiva del alma y reviven las monumentales escenas personales y ficticias de sus creadores. Basta con oler por encima del escándalo aromático que ha derrochado la lluvia del momentáneo otoño para sentir los humores de El Jugador conjugados con los del bailarín del Cascanueces en su retiro hacia el camerino. Basta con fijarse en el rocío para confundirlo con el delicado bigotillo de perlas que casi delata el ardid con el que Sherehezade vence sus temores al convertir cada una de esas perlas, en cuentos salvavidas. En el camposanto de San Petersburgo la velocidad es retroactiva y la aceleración cardiaca.

La catedral de Kazan, opulenta, céntrica y de ingreso gratuito y la de Nevsky, su polo opuesto, son apenas dos paradas obligadas para participar en la devoción ancestral. A la semipenumbra de cientos de cirios, mediante oraciones y cánticos, los popes y los feligreses mantienen viva e ilesa la sempiterna religiosidad rusa.

Avecindados a los canales se exhiben numerosos vendedores ambulantes. Políglotas y extrovertidos ofrecen toda clase de recuerdos de la era soviética, así como también, juguetes artesanales, muñecas típicas rusas, pañoletas y bufandas, piedras semipreciosas y otras prendas, en un despliegue de colores y de adjetivos ineludibles. Luego, para pagar los pecadillos consumistas, nada como almorzar en un comedero popular en el que todos los platillos están a la vista y al olfato.

Antes de quedar atrapada en una inamovilidad hedonista, con los ojos llenos de iconos ortodoxos, lúdicas pinceladas de Marc Chagall, salpicaduras de ríos y mis propias lágrimas frente a los lugares donde lloraron, padecieron y murieron tantos y tantos; con el paladar impregnado de humeantes remolachas en sopa, panes gruesos de centeno o de trigo segado por robustos campesinos a la manera antigua y tantos otros sabores: salmón y bacalao y anguila, postres coronados con abundantes cremas ingrávidas, más sabor que sustancia, aparece Finlandia, el país y la sinfonía de Jean Sibelius pero también al sabor etílico del vodka que lleva su nombre, desde cuyos efectos pueden apreciarse mejor algunas verdades emblemáticas del país y de su gente. Viniendo del trópico sorprende, por ejemplo, la total ausencia de moscas en el mercado libre pese al expendio de pescado y más aún la profusión de baños sauna –uno per capita- , así como la erradicación total del analfabetismo y el porte de carné de biblioteca del 60 por ciento de la población. Por cierto que para los finlandeses, las palabras son su principal arma mágica desde el epicentro mismo de su cultura, es decir, desde su epopeya nacional, el Kalecava, donde se relata, mediante poemas, cómo al ancestral Väinämöinen le resulta fácil dominar el hierro y el fuego, las serpientes y las enfermedades si conoce las palabras que revelan sus orígenes. Al final el viejo sabio acabará liberando al sol que el pueblo del norte (los lapones) habían mantenido cautivo en una montaña. Liberada de ese modo la luz de las tinieblas quedó plasmada en la literatura finlandesa una huella filosófica indeleble.

A las reflexiones sobre la literatura finlandesa y a los últimos vestigios luminosos del día, viene a aportar un rayo de entusiasmo Veijo Meri, un escritor provocador cuyas declaraciones, de comienzos de los años 80: “Adoro escribir como si anduviera en moto en el filo de un pontón”, le vienen como anillo al dedo a esta escritora en moto por el puerto de Helsinki. Evocar su novela Reflejo de una mujer dibujada en un espejo alborota otras empatías: la de los juegos con los destinos del tiempo, la de la disección del espacio y viceversa…

Con tantos pensamientos, el viaje en Ferry desde Helsinki hasta Tallinn, se hace corto. Otros moteros también otean el horizonte desde las modernas claraboyas y exclaman en italiano, en alemán, en inglés, al sentirse presas de una lúdica maquinaria, es decir, del tiempo. Si no fuese por los modernos transatlánticos de fabricación escandinava atracados en el puerto, estaríamos formando parte de una estampa vikinga en la que los velajes rojos contrastan con los azules acrisolados del mar, del cielo y de la costa verde-azul de la capital estonia. La cilindrada atrae la curiosidad de los funcionarios de inmigración y de aduana, pero más aún les crea intriga la documentación venezolana. Los eternos minutos de espera son compensados más tarde con un busto familiar frente a la biblioteca. ¡Es nuevamente el de Dostoevsky!.

El burgo antiguo reverbera a punta de restauración. La sensación de escenografía desaparece paulatinamente cuando la luz vespertina se detiene en el campanario. Se mezclan entonces los estonios y los foráneos y del mestizaje surge música. Cerveza y aperitivos aparecen entonces, en un festín limítrofe entre el pasado soviético y el presente europeo, junto con la prisa por develar los aspectos más modernos de la ciudad y por demostrar la convivencia entre lo antiguo y lo postmoderno.

El amanecer sucede mínimo, equivale a partida. Cualquier atisbo de nostalgia se enreda en la velocidad. Infinitos árboles vuelan a ambos costados de la moto. Según el mapa debería verse el Báltico por el flanco derecho. Engañosos, truculentos, fraudulentos, los planos sólo muestran líneas rectas y mensurables. En cambio, el verdadero trayecto hacia Riga se sostiene en una pesquisa, en un móvil, en un deseo: Aspirar pronto el salitre…

Frío y azul acerado es el espectro marino, su horizonte breve. Falta devorar aun doscientos kilómetros de árboles y de asfalto para llegar a Riga, Ciudad y puerto, la capital de Latvia no admite diminutivos de ninguna especie. La más simple de las guías turísticas supera las 125 páginas de posibilidades de carácter nacional y cosmopolita. Eso sin dar cuenta de las sorpresas callejeras. Súmense pues a los 800 años de historia de la ciudad, a la arquitectura, al exótico champagne regional, al queso con comino, a los excelentes artículos textiles, de cuero o de madera, a la inmensa variedad de ámbar y, por supuesto al aromático vodka local, la energía emergente de un pueblo acostumbrado a sobrevivir a las invasiones foráneas y a los abusos cometidos en su contra por su propio dictador. Una energía de libertad recién conquistada se manifiesta en el florecimiento de la ciudad, en la vitalidad de la gente y en un orgullo nacional que se hace notoria hasta el punto de haber ideado una distintiva sortija llamada Naméju, la cual utilizan para identificarse como letones donde quiera que se encuentren.

Cuando cae la tarde, las calles de Riga se convierten en un espectáculo humano en el que músicos y acróbatas entretienen a los paseantes, mientras la luz convierte en obra pictórica cualquier rincón, iglesia, plaza o camino. Otras exclamaciones aguardan al visitante si opta por hacer el recorrido en lancha por la ría que conduce al Báltico. Las inmensas grúas a ambas riberas semejan figuras de ciencia ficción en defensa de los astilleros, del comercio y de la prosperidad del país.

En apenas tres días se ha vuelto hábito el despertar en una ciudad y dormir en otra. Atisbar ha suplantado al verbo ver y ha devenido droga y por tanto dependencia. Atrás van quedando los recodos de la víspera, cuando nuevamente a lomo de acero, comprimido el tiempo en el vasto espacio de la velocidad, se vitorea el presente continuo, ¡qué no acabe nunca el paisaje perpetuo, el cadencioso desplazamiento por autopistas recién financiadas con ayuda de la Unión Europea y a ambos lados, vacas y flores de manzanillas, voladoras ambas por efecto de la aceleración! Sin añorar el arribo, ni evocarlo, ni imaginarlo, prolongar, en cambio, la libertad del recorrido hasta Vilnius. Por haberlo desafiado, el tiempo se ha vuelto medroso y breve, apenas alcanza para girar en espiral sin desembocadura posible y perderse en calles que conducen hacia siglos remotos. Con el casco entreabierto, el aroma también remite a un nunca. Estamos atrapados en una cotidianeidad ajena, en un laberinto. En medio de señales equívocas jamás llegaremos a destino alguno. Los parroquianos liban en paz, sólo les causamos risa en nuestro apuro extemporáneo. Pasamos una y mil veces frente a nuestro destino, sin reconocerlo y vamos cayendo en cuenta en que jamás recuperaremos el tiempo necesario para conocer ni tan siquiera una ápice de la capital lituana. A segundos de la resignación hallamos finalmente el lugar. El paseo amurallado contrae otras curiosidades. Se está bien en la calle que nos toca en suerte conocer a pie. Allí censamos la actividad humana, el siglo XXI en marco medieval; la pujanza juvenil, las vitrinas oferentes y nuevamente el sincretismo entre el pasado soviético, el presente redivivo y el futuro paneuropeo, pero va siendo la hora de dormir porque mañana, dentro de unos 600 kilómetros, lo haremos en Polonia y luego Alemania.


Relatos de viaje (II): Polonia, la señora que se escribe


Por Eva Feld

El camino a Varsovia resulta enojoso y lento, las carreteras aterran por irregulares. Hay trabajos en la vía a cada 10 kilómetros. Compensan la lentitud y el engorro, la profusión de cigüeñas, el anclaje pastoral, el cambio en el huso horario que nos permite recuperar una hora de las muchas perdidas en ruta. La lentitud en moto es contrasentido, el cuerpo se rehúsa a entender el quiebre de la inercia, el centauro resiente el freno, se encabrita, relincha hasta lograr de los dioses una condescendencia. Contenido, refrenado, físicamente sometido a los avatares y a las normas de tránsito que le impiden correr, al Centauro le es dado soltar las riendas intelectuales y emotivas, volar con la mente, con la memoria, con la inteligencia hasta el recóndito nervio de Polonia hasta censar la tesitura de un pueblo sometido a todas las formas de barbarie del siglo XX; la devastación hitleriana, el exterminio de la población judía y, luego, el yugo implantado con desprecio por Stalin para quien aplicar el comunismo a Polonia equivalía, según sus palabras, a “ensillar a una vaca”.

Liberada la mente de la lentitud del trayecto que poco avanza sobre Varsovia, otra fórmula de aceleración acapara las circunvalaciones del pensamiento, se viaja entonces no sólo hacia la capital del noveno país más grande de Europa, ni al epicentro político administrativo de una población que supera los 38 millones de habitantes, sino a la materia prima que dio vida y destino a colosales escritores. Acuden a la memoria en orden aleatorio, sin cronología, jerarquía ni prejuicio: Czeslaw Milosz, Witkiewicz, Schulz, Gombrowicz, pero, acaso con más fuerza, Andrej Kusniewicz, autor de Las dos Sicilias. Un nuevo desvío, otros obstáculos y más cigüeñas en postes y chimeneas permiten, no obstante, recordar que la acción de esa novela se sitúa en el momento del asesinato del archiduque Francisco Fernando, en Sarajevo, 28 de junio de 1914, fecha sobre la cual el novelista hace cabalgar el comienzo del siglo XX; lo hace intercalando, en su lubricado texto, voces fronterizas: croatas, rumanas, húngaras, alemanas y tejiendo en crineja, en conjunción, todas las artes: música, pintura, literatura. Recuerdo lo que dice un personaje: “…el siglo XIX se extinguió, murió de viejo, en el momento en que Lautréamont escribió su obra inmortal, marcando un hito en la historia del pensamiento humano y más aún en la imaginación que domina sobre el pensamiento, en una palabra, cuando aparecieron Los cantos de Maldoror…0 tal vez fuera ya cuando se abrieron Las flores del mal de Baudelaire… El anterior siglo del vapor, de la electricidad y de la teoría de Karl Marx , nació en el momento de la toma de la Bastilla (1789) y murió cuando apareció una nueva época en el arte, un nuevo pensamiento creativo en la música y en la pintura, cuando los cuadros de David y Delacroix resultaron ser una antigualla de museo y cuando, después de las visiones de Van Gogh, a orillas del Sena, nació el primer cuadro cubista...” Pero el interlocutor, en la novela, está más preocupado por un enigma, por lo que sucederá a partir del momento del que se es testigo y también participante pasivo.

¿Pasivo? Me pregunto, en este suelo polaco, como el personaje de Las dos Sicilias, cual hito humano ha de marcar el advenimiento del nuevo siglo. ¿Será una escritura ubicua, una que permita narrar sin escatimar? No era eso, acaso, lo que pretendía Stanislaw Ignacy Witkiewitcz (Witkacy), dueño de una sintaxis vanguardista particular, desde la cual produjo numerosos dramas, novelas, artículos y ensayos filosóficos, todos, ay redundancia histórica, incomprendidos en su época, durante la cual las moralinas utopistas invalidaban el tema de la degradación o el de la destrucción de la civilización, pues la catástrofe era entonces un asunto impopular tanto para los comunistas como para los fascistas. Irrita a los fabricantes del “hombre nuevo”, el esbozo que Witkacy hace del futuro de la raza humana: seres despiadados, desalmados y sin pensamiento individual. Para Witkacy el asiento político de todo totalitarismo se halla en el deleznable pragmatismo oportunista y reductor. Witkacy fue uno de los que le atribuyó al aburrimiento rango artístico, como también lo hicieron, entre otros, en su momento y en su idioma Alberto Moravia o Samuel Beckett, a través de la decepción, el primero y el absurdo, el segundo. Y, como colofón, el suicidio, como le ocurrió, en francés, a Ionesco. Así pues, una estética de catástrofe y de supremacía del arte puro, precisamente la filosofía de Witkacy, se impuso en Europa, sin que importe en absoluto definir supremacía o autoría intelectual. Podría decirse que fue el fantasma que salió al rescate del individuo en un tiempo afectado de masificación.

El eterno y previsible movimiento pendular de lo humano suma somnolencia al retardo, una parada con refrigerio y reposición de gasolina, sirve de tregua al somero recuento literario. Faltan aun dos novelistas para llegar a Varsovia. Estos dos, hartos de Dios, se invisten y crean mundos de ficción convincentes y extraordinarios pero sin ánimos de suplantar el real. No hay en ellos utopía ni moralina. Me refiero a Gombrowicz y a Schulz. El primero porque reside en el caos, porque aún cuando constantemente parodia géneros y estilos, el suyo propio, tanto por el lenguaje como por el contenido, se ubica en un ninguna parte y está habitado por no personas cuyas preocupaciones existenciales totalmente absurdas son capaces de arrancarle descripciones tan magistrales que a la sazón devoran en su contenido cualquier incertidumbre. De tal suerte que el pathos radica en la forma o en la deformidad. El sólo concepto de que su narrativa esté poblada de no personas, habla en sí mismo, pues no hay en ella máscaras que tumbar. Se puede, por ejemplo, construir una novela policial en torno a la muerte de un pájaro o construir belleza en el impredecible abismo que separa a dos seres cuando entran en contacto.

En cambio Bruno Schulz desanda el mundo para cabalgarlo en metáfora. El judío, el diferente, el alterado polaco, que halló la muerte en un campo de exterminio y que le huía a aquello que preveía como desenlace del siglo XX, convierte su ciudad en apología, la convierte en Las tiendas color canela. Sé de él que además dibujaba y que algunas de sus obras están expuestas en el Museo de Literatura de Varsovia, junto a las de Stanislaw Ignacy Witkiewicz. Otro escritor, Adam Mickiewicz(1798-1855), prócer y poeta romántico le da nombre al museo ubicado en el reconstruido casco antiguo de la ciudad.

Decadencia austrohúngara, realismo socialista, pujanza y reconstrucción pudieran constituir los cuatro puntos cardinales que condensan la primera y peregrina impresión al llegar finalmente a Varsovia. La amplia avenida otrora imperial sembrada de edificios de vivienda popular; la sede monumental de las artes, regalo de Stalin a la ciudad, remedo de clasicismo trasnochado; los sitios, casi despoblados de estructuras originales, donde ocurrieron los horrores del siglo XX, las copias (igualmente reconstruidas en su mayoría) de palacios y palacetes reales, dan cuenta de una ciudad herida de cuyas cicatrices ha de brotar aun mucha hiel. A juzgar por las estadísticas, Polonia es el país del este europeo, donde el ascenso en el escalafón socioeconómico gracias a la adquisición de educación superior es el más alto, se habla de 57.2 por ciento. Se borra progresivamente la influencia de la vieja nomenclatura dando paso a una sólida clase media tanto universitaria como de nivel técnico. Sin embargo, se reconoce el detrimento en cuando a los desempleados, los obreros, los mineros, los agricultores, las minorías étnicas y los ancianos. Este denominador común en la Europa poscomunista puede ser constatado en contrastes espectaculares. Por ejemplo, los guías de turismo son perfectamente políglotas y con conocimientos superiores de historia, arte, geografía y cortesía; los plomeros polacos están siendo cotizados en el resto del continente por su calidad y experticia; la proliferación de centros privados de enseñanza puede ser constatado a simple vista, pero por otro lado subsiste un desfase en la capacidad del Estado en suministrar vivienda, trabajo, salud y consumo a un vasto sector de la sociedad.

Tras tan contrastante recorrido por la ciudad, incluyendo el sitio del antiguo gueto, el barrio judío, la zona residencial elegante, el Castillo y el Parque Real, con monumento a Chopin incluido, se llega al casco antiguo de la ciudad. Allí se va perdiendo paulatinamente el resquemor de encontrarse frente a la reconstrucción, no siempre ajustada a los modelos originales, de las antiguas edificaciones, al contacto con una población creativa. Músicos de todas las edades, desde niños escapados de cuentos a lo Dickens, afincados en sus violines, hasta magistrales ejecutantes de Chopin al acordeón, pasando por talladores de madera, enhebradores de ámbar, bordadoras de manteles, vendedores de golosinas, bandas de jazz, nada falta para engalanar las calles. Puede uno toparse también con vistosas bodas y sus cortejos, tiendas especializadas en catolicismo con toda la memorabilia posible del finado Papa polaco y, por supuesto, suculentos bocados que abarcan desde repollo relleno y chuletas ahumadas, hasta sopas de gulash, de papas, de habas y salchichas y embutidos y pan negro de corte grueso y cerveza, todo matizado con el jolgorio callejero, vívido disfraz de la edad media. ¿Sería por huir de la monótona reconstrucción, repetición y falsificación de la historia que otro escritor polaco, Stanislaw Lem, (1921) optó por la ciencia ficción. Tenía 40 años cuando dio vida a su Solaris, que luego fue llevada al cine por Tarkowsky en 1971. Ya poco se le recuerda por disentir de Borges en la forma de abordar los libros que jamás fueron escritos (Memorias encontradas en una bañera), ni por La fiebre del heno o La investigación. Acaso las versiones audiovisuales hayan lesionado su legado estrictamente literario, el de un escritor que tras haber conocido en carne propia los espantos del siglo XX, se ha adelantado a iluminar los del siglo XXI.

Ahora que la melancolía parece volver a surcar los intersticios de la moda intelectual, como lo demuestra la exposición en curso, en el Gran Palais de Paris, podría confesar la mía, la que experimento frente a los grandes escritores polacos que supieron como pocos reflejar en palabras nervio y tesitura, espacio y tiempo, significado e inferencia. Ahora que adelanto los avíos del zarpe hacia Alemania, creo haber aprendido a rodar despacio en tierra polaca y a no rehuirle a la melancolía que resuma.


Relatos de viaje (y III): Alemania: del nacionalismo a la universalidad

Por Eva Feld


Hamburgo: la germanidad rediviva


Ofuscación, prejuicio y monomanía me emprenden hacia Alemania. Tanto saber de ella sin conocerla. Siempre bajo sospecha, perpetuamente culposa de casi todos morbos del hemisferio occidental, desde las dos guerras mundiales y el mal de filosofar, pasando por tantos desgarramientos como armonías en poesía, en música, en arte, Alemania ejerce desde siempre sobre mi, bien sea por atracción o por rechazo, virtudes magnéticas en grado superlativo.

Signan mi expectativa de Hamburgo, las imágenes en blanco y negro de buques nazis y los incendiarios discursos fascistas y antisemitas que allí, en el puerto más importante de Alemania, fueron tan furiosamente desplegados, que hoy, a mucho más de medio siglo de distancia, aún reverberan. Sé que yerro y me prometo poner empeño en perseguir todo aquello que desmonte ofuscación, prejuicio y monomanía. La aceleración calma, las autopistas alemanas no conocen límite de velocidad, ni desperfectos, ni siquiera el polvo. Los moteros nos saludamos en la vía haciendo un leve gesto con el pie, la parada de reabastecimiento afianza aquello que todo el mundo sabe acerca de la gastronomía alemana al ofrecernos salchichas con papas o pastel de carne con Sauerkraut.

Hamburgo no asume revancha alguna frente al muro de aprehensiones que seguimos siendo a medida que nos aproximamos a la ciudad. Por el contrario, parece respetar la rebeldía de los diletantes, la arrogancia de los visitantes y su curiosidad. Allí está el puerto, generoso espectáculo de navíos y embarcaciones, astilleros y grúas, pero también rica cantera en relatos de pescadores y marinos mercantes, cuyo anhelo mayor consiste en divisar pronto la Iglesia de St. Michaelis para saberse de nuevo en casa y poder contar, desde siempre, las más emblemáticas aventuras de sus travesías más allá del Mar del Norte y tomarse una cerveza tibia y encontrarse con sus mujeres y con amigos para que no se detenga nunca la rueca que hila la historia autóctona de ese pueblo pasándole por encima al recuerdo de los bombardeos que causaron la destrucción total del casco antiguo de Hamburgo en 1943. Unas cuadras más allá del puerto se yerguen las casas y los hoteles de la clase económica dominante. Pero la ciudad de Hamburgo pertenece por igual a todos sus ciudadanos. Está concebida para ellos. Allí se les ve alimentando cisnes en los canales, navegando en veleros de fin de semana, hablando de negocios en las múltiples cafeterías. Allí están las personas mayores aprovechando el sol de otoño o la sombra de verano y apurando el paso a toda velocidad para sacarle el máximo provecho al tiempo, cuya puntualidad no admite sospecha. Los mayores se han ido habituando a tener nietos punketos con cabello engominado y de colorinches y a que lleven piercings en las orejas, en el ombligo y en las cejas. Los hamburgueses se han acostumbrado a que múltiples músicas atraviesen el espectro sonoro y a ser observados por turistas desde las ventanillas de los autobuses; se han adecuado al stress y a no ceder en cuanto a su calidad de vida por la que pugnan, luchan, pululan y se esmeran; trabajan duro por zafarse de los estigmas del pasado y por construirse un futuro equidistante entre las tradiciones y la ultramodernidad. Eso sí, siempre en alemán, rehuyéndole a los anglicismos. La lengua es asunto serio en Germania. Desde el marchante turco hasta la camarera rumana, pasando por el mesonero argelino, todos han tenido que pasar dos pruebas difíciles para sobrevivir en Hamburgo: aprender el idioma y la exigencia de los alemanes.

El magnánimo edificio del Ayuntamiento y sus alrededores invitan a estarse, que transcurran pues las horas y pierda brillo la luz en las junturas de los adoquines; que los escolares invadan los espacios y los banqueros salgan de los vitrales financieros; que los comerciantes cierren los almacenes desde cuyas vitrinas centellean impecables productos de alta tecnología, fina moda, lujosas joyas de precisión emblemática o juguetes extraordinarios; que por las calles aledañas circulen autos Audi, BMW, Volkswagen con ventaja numérica sobre los demás y que rueden bicicletas, patines, motos. Sí, motos, pero ninguna como la nuestra, porque sobre ella hemos recorrido miles de kilómetros, dejando atrás fragmentos de Rusia, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Polonia y de la cual habremos de desprendernos en breves momentos para convertirnos, a despecho, en bípedos transeúntes sometidos a los horarios de los trenes y de los autobuses, en presa propensa a sorprendentes contradicciones, como las que ofrece la terminal ferroviaria más grande de Alemania, a la cual llegamos escrupulosos para tomar el tren rápido hacia Berlín porque el viaje está llegando a su fin.

Berlin: la meca del eclecticismo


A ratos el tren alcanza los 200 kms de velocidad sin vibración ni ruido. Extrañar el viento y la mirada total sobre el universo circundante, es decir el viaje en moto, va quedando paulatinamente suplantado por una suerte de perplejidad. El camino a Berlín entraña. Sé que se ha convertido en referencia arquitectónica del mundo, sé que la capital reunificada es un reto superado con creces y que subsisten en su seno junto con las malas evocaciones, los más incisivos y lúcidos creadores europeos. Algo por herencia y mucho por turbación, pospongo, aplazo, relego. Vuelan en mi mente imágenes lacerantes, la Puerta de Brandemburgo, el apellido Goebbels, las lecturas de las respectivas versiones, la de Goethe, la de Mann, del Fausto. Me parece escucharle retos al diablo. Me tienta a seguir lucubrando, a no dejarme arrullar por los efluvios hedonistas que manan desde el vagón restaurante, ni por el sinfín paisajístico que desfila enmarcado en los enormes ventanales del tren. ¡Qué piense, qué conjeture, qué imagine, qué no me conforme hasta aprehender!

En la puerta de Brandemburgo

Si la sensación al alejarme de Hamburgo me revela su sempiterna capacidad de reconstruirse para jamás dejar de ser alemana, sospecho de Berlín que a pesar de haber recobrado su unicidad como capital de Alemania, o, a lo mejor por ello mismo, se proyecta por encima de lo nacional, en la consecución de una identidad universal, ecléctica y futurista. El diablo ha triunfado, una vez más, en su intención de predisponerme. Acepto la hipótesis y me hago la promesa de no descansar hasta demostrar, por la vía empírica de la experiencia, del ensayo y del error, que sólo a través de ambas miradas, la concéntrica y la excéntrica, es posible vencer toda ofuscación, prejuicio y monomanía de quien como yo, creyendo saber tanto de Alemania, la desconoce con profunda admiración y rechazo.

Los aperos de motera (el casco en ristre, la chaqueta con hombreras y protectores en los codos, la mochila en la espalda) sirven de camuflaje a la emprendida, cuya primera escala ha de ser la torre de la televisión, símbolo y emblema de Berlín oriental, el Alexanderplatz, con su reloj circular y la pulsión citadina de un día corriente. Este primer atisbo incluye andar en metro, refugiarse del torrencial aguacero bajo los aleros de la Catedral, pasarle por delante a la estatua de Humboldt y mirar, embelesada, un afiche gigantesco de Einstein.

Existe un abismo entre las noticias económicas y políticas, que permanentemente reseñan déficit tanto en el presupuesto como en la gobernabilidad, y la palpitante realidad sensorial que ofrece la capital alemana. Cada esquina un volcán de diferenciación ya sea por sobriedad o excentricismo, Berlín palpita variedad. La Puerta de Brandemburgo misma, emblema tanto de la división como de la reunificación de Alemania, se convirtió a la caída del Muro, el 22 de diciembre de 1989, en el epicentro de un debate conceptual. La pregunta era si debía quedarse vacía la Plaza Pariser como lugar conmemorativo o si debía reconstruirse según había sido antes de la destrucción bélica. Al final se optó por reconstruirla, según el plano antiguo, pero imprimiéndole modernidad a los nuevos edificios, sobre todo embajadas, oficinas públicas y bancos. Luego, a poca distancia, otros portentos arquitectónicos, como el Monumento a los judíos asesinados en Europa, ubicado al sur de la plaza, que consta de 2.751 estelas de hormigón diseñadas por el norteamericano Peter Eisenman. En dirección contraria, el Reichtag, simultáneamente reconstruido e intervenido, conserva su aspecto histórico mientras que la cúpula, que había sido volada con dinamita, ha sido reinventada como una espiral acristalada desde donde es posible divisar 360 grados de la ciudad, pero al mismo tiempo, por su transparencia, implica una nueva simbología. Muy cerca se encuentra la Cancillería, un verdadero ejemplo de pragmatismo y estética. Otras consideraciones marcan la ruta del autobús turístico, cuatro kilómetros de ruta comercial, palacios y palacetes, sedes descomunales de trasnacionales japonesas, americanas, europeas, iglesias, embajadas; a los museos, y casas de opera, teatros y centros comerciales, súmense los espacios públicos, las plazas, los parques, los cafés, los canales y el despliegue infinito de otredad visible en árabes, africanos, latinoamericanos, con sus costumbres, sus canciones, su gastronomía, su indumentaria. De pronto, la policía toma la avenida con patrullas vehiculares y motorizadas para custodiar la marcha de una treintena de mestizos vestidos de blanco, armados de tambores y timbales. Nadie se inmuta, lo extraordinario transcurre con total naturalidad, forma parte de lo cotidiano al igual que la continua presencia del pasado. El llamado Check Point Charlie está en la ruta de todos los recorridos turísticos como para que no se olvide, que fue un inminente punto fronterizo entre las dos Alemanias, uno de los más importantes de los del Muro de Berlín, cuyos vestigios, al igual que un museo, pueden ser visitados previo pago de peaje…. quien desee, además, retratarse con soldados aliados y banderas ha de pagar un euro adicional. Sin embargo, acaso más impactante resulte visitar sin costo alguno la “Topografía del terror”, una exhibición de fotografías y sus leyendas alusivas, con imágenes archiconocidas del nazismo, pero que, sin embargo, por estar expuestas en lo que queda de lo que fue uno de los sótanos de la GESTAPO, despliega una escalofriante adecuación documental.

La Topografía del Terror debajo de los vestigios del Muro

El viaje inconcluso a Berlín no puede acabar con semejante nudo en la garganta. Habrá que regresar aún sabiendo que se volverá a renovar la sensación de incompletitud, pues la capital de Alemania se ha convertido, además, en el epicentro de festivales de todas las artes, de todos los espectáculos, de muchos deportes, así como en infinitas introspecciones, interpretaciones, inferencias. Siempre será imposible conocerlo todo, pero esta vez hubiera querido, al menos visitar el Museo Judío, acaso el edificio más importante de la última década del siglo XX y que abarca una cuadra entera. He de conformarme, por ahora, con su aspecto exterior, que no es poco, pues su forma, si se la mira desde arriba, asemeja una estrella de David abriéndose, desplazándose hacia la línea horizontal como si se tratara de un inmenso relámpago que estruendoso y omnipotente revive la pérdida del pueblo judío en suelo alemán mostrando en su laberíntica estructura todos los recovecos culturales, históricos, religiosos e idiosincrásicos. Berlín luce, ahora lo constato, por la vía empírica de la observación, la experiencia, el sentimiento, el ensayo y el error, como una ciudad universal, ecléctica y futurista.

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