Mayo francés:
¡Paren el mundo que me quiero subir!
por Eva Feld
A cuarenta años del mayo francés de 1968, hito histórico en el que contrajeron nupcias consignas diametralmente opuestas para reivindicar en la palestra pública con igual júbilo y simultaneo ímpetu desde el más floreado marxismo hasta la ilimitada libertad sexual, sus protagonistas anónimos, conquistadores de la posmodernidad, eternos diletantes, libre pensadores y nostálgicos sobreseídos del devenir político mundial, presenciamos alelados que el tren ultrarrápido en el que viajábamos hacia el futuro utópico y del cual quisimos apearnos para sembrar nuestras ideas y nuestras causas en el terreno fértil de las emociones revolucionarias, nos ha dejado convertidos en apacibles rumiantes de lo que ha devenido, muy a nuestro pesar, en pasado. Sin embargo, no todo está perdido, luego de darse la vuelta entera por la Vía Láctea, el tren de la historia está a punto de pasar de nuevo frente a nuestras narices y henos allí, en nuestra perplejidad, pretendiendo que haga un alto para volvernos a montar sin habernos tomado la dosis reglamentaria de dramamina para contrarrestar el mareo. Allí estamos intentando deslastrarnos de conocimiento y experiencia, haciendo aeróbicos y pilates para hacernos atractivos a las nuevas generaciones, intentando olvidar nuestras lecturas de Marcuse, Lacan, Lukacs o Althusser y ejercitando nuestros dedos para aprender a enviar mensajitos por el celular o actualizarnos en facebook, pasándonos a toda velocidad direcciones electrónicas que nos permitan estar al día en foros políticamente correctos, culturalmente actualizados y lucir aceptablemente consumistas.
Hubo un tiempo, sí, en que protestábamos porque las grandes ideas de los pensadores del siglo XX se iban comprimiendo a vulgaridad y desquiciamiento. Ahora comprendemos que las píldoras light a las que se han reducido las disquisiciones, los preceptos, las teorías y las ecuaciones de segundo grado son precisamente el carburante que consume el máximo motor de combustión interna que es la velocidad mediática. El conocimiento, el discernimiento, el debate, la dialéctica han quedado relegados a la habitación de los trastos viejos. Es el tiempo de los resúmenes, las síntesis, la inmediatez. Es la hora de encapsular el pensamiento que, dicho sea de paso, ha de ingerirse con burbujas edulcoradas para soportar cualquier efecto secundario.
Pensar se equipara con enfermedad, el antiguo precepto cogito ergo sum ha adquirido, en este casi medio siglo transcurrido desde el mayo francés, una sorna semántica; cogito sí, pero acordándole una acepción sexual. Si Marcuse acuñaba la desublimación sexual y cultural en el Hombre Unidimensional, que le dio título a su obra mejor conocida, su tesis, como los buenos rones que se añejan en barricas de roble, se ha mejorado a sí misma, proclamándose su definición de libertad como ciertamente incomparable con ninguna anterior. Una que no se conquista ni se sustenta y que tampoco se defiende, una que ha adquirido carácter de existencialismo por serle consustancial a la esencia humana, de manera que se nazca directamente libertino.
Lacan en cambio ha sido víctima de devaluación; si en los años 60 cabalgaba sobre el monstruo de tres cabezas que era para él el problema de la educación, tratando de descifrar lo real, lo simbólico y lo imaginativo para darle coherencia a sus teorías, estaría probablemente desconcertado ante el desarrollo subnormal que ha sufrido su quimera, en lo referente a lo real. Impávidos, quienes lo estudiamos durante los sucesos del mayo francés, vemos cómo lo simbólico y lo imaginativo son manipulados impúdicamente hasta reducirlos a adoctrinamiento y prefiguración respectivamente. La imaginación ha llegado ciertamente al poder y está prohibido prohibir, sólo que ambos residen ahora en el status quo. Por lo que lo simbólico y lo imaginativo se han desplazado hacia limitaciones fuertemente humanistas que impondría un hipotético Estado Social de Derecho, es decir, una legislación de tolerancia y respeto mutuo, una economía inclusiva y otras ideas más progresistas que revolucionarias, que implican más disciplina que libertinaje, más seriedad que consignas y evidentemente más circunvoluciones que velocidad.
No se solicita un Daniel Cohn-Bendit, el tren de la historia que regresa a toda velocidad se ha llevado por delante el placer estético por el que abogaban los filósofos alemanes de la escuela de Frankfurt, el precioso andamiaje verbal de los ensayistas franceses, a los pensadores de alta cilindrada que acompañaron los sucesos revolucionarios del mayo francés, pero trae consigo las libertades humanas consagradas en las constituciones y en los vocabularios de occidente. El tren de la historia cuya velocidad arrolladora enceguece a quienes lo quieren abordar desconociendo su itinerario y sus posibles paradas, sólo podrá ser tomado, paradójicamente, por quienes estén en capacidad de imponerle las paradas. Para lo cual se requiere una fuerza cuyo punto de partida se ubique en la palabra. Motor de combustión interna capaz de echar a andar un nuevo paradigma valiéndose de las ciencias del espíritu, de la musculatura pragmática y del esfuerzo contagioso.
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