jueves, 16 de agosto de 2012

Verano en Nueva York





Por Eva Feld

Cuando se trata de  Nueva York, la escritura no logra alcanzar a las palabras que conforman el pensamiento. El intento por llamarla  ciudad vorágine se estrella contra la realidad. Una que no sólo está imbuida de rapidez y acontecimientos, sino que también ofrece al visitante otra gama de efectos. Desde imaginar a Kerouac caminando por sus calles eclécticas en las que al lado de las limusinas desfilan también pordioseros y ejecutivos, modelos y gente común, todos transeúntes  en permanente ebullición, hasta el recodo íntimo en el que se identifican numerosas etnicidades pasando por los últimos gritos de todas las tendencias de esta era ultratecnológica en la que la soledad se enmascara en el ciberespacio hasta crear fantasmagorías. Fantasmagorías tan presentes que logran corporeizarse y hasta liderar los movimientos de las masas.

Y, sin embargo, Nueva York es una urbe con escala humana, demasiado humana, por recordar aquí el título de uno de los emblemas de F. Nietzsche,  pues pareciera gestarse un superhombre en sus entrañas de  congestión y de competición. El habitante de Nueva York es un ser múltiple, un superviviente de la aceleración, un subproducto simultáneamente de la destreza arquitectónica y de la catástrofe terrorista.

Durante el verano, el neoyorkino  sabe respirar en medio de sudores cuando anda soterrado en las estaciones del metro y de emisiones carbónicas cuando corre por la superficie. El neoyorkino sabe comer parado, incluso andando; sabe también convivir con decenas de submundos y de idiomas, millares de turistas y de ejecutivos en circulación. El neoyorkino no se lamenta de su suerte, sabe que está en el centro del universo y donde quiera que habite, en las cinco islas  y pico que la conforman, sabe que su recompensa está a la vuelta de la esquina en un atisbo hacia el rio Hudson donde la Estatua de la Libertad sostiene la antorcha; en  un atajo por el Parque Central donde las ardillas y los pájaros festejan a diario la naturaleza ajenos al alboroto circunvecino; en una pizza emblemática como la de Lombardi´s que queda en el Soho, a pocas cuadras de la llamada Tribeca, una urbanización histórica cuya población variopinta, sus aceras y muchas de sus construcciones le dan un aspecto europeo muy diferente a la que emiten los rascacielos de la zona financiera aledaña, que, lejos de obedecer a los  prejuicios, en vez de ser una zona despoblada y fría, ofrece caminatas fantásticas entre rascacielos, una marina y comederos al aire libre. Las recompensas las halla también en decenas de ofertas teatrales, musicales, artísticas o simplemente en el azaroso día a día, porque en Nueva York el único excluido es el aburrimiento. Círculos excéntricos permiten a cada quien según sus condiciones socioeconómicas, sus gustos y sus tendencias relacionarse con sus semejantes en burbujeantes conversaciones. Pero además no es difícil tropezarse con la grabación de un comercial o una escena de serie televisiva y sentirse parte integrante de esa realidad paralela que ha invertido el orden de los factores, pues ya no imita la vida misma sino que le sirve de modelo.

Nueva York en verano es un hervidero, la programación de las galerías y las ofertas de Broadway, el Museo de Arte moderno o el Whitney por solo mencionar algunas de mis paradas, están a tope. Mares de personas se agolpan a las puertas del MOMA, sobre todo el viernes después de las cinco de la tarde, cuando la entrada es gratis y corren por los pasillos para impregnarse. Una de las exhibiciones atrapa la palabra como objeto de arte, decenas de poemas dejan caer sus letras en cascada para transmitir más que un mensaje una sensación. Una docena de teléfonos de los antiguos, permiten a los visitantes discar tras alzar las bocinas para escuchar poesía; letras que se derrochan en infinitos laberintos hasta perder completamente el significado y convertirse en meros elementos gráficos; jeroglíficos, superlativos, diminutivos; la palabra encapsulada, enmarcada, llevada al museo. No dejo de compararla, quizás injustamente, con el inodoro de Duchamp, con la sopa Campbell de Andy Warhol. La palabra mediatizada, la palabra ingrávida, la palabra como objeto de consumo, la palabra popularizada, la palabra liberada de emisor, la palabra mero contenido sin contenedor, la palabra perdida, la palabra impúdica, bailarina rocambolesca… Un poeta lee las suyas desde un video proyectado a la pared, puro rumor, música de fondo, de automercado, de antesala, ¡oh la palabra! Más allá una sala de gráficos, los hay  también de Picasso y tantos más, pero en una de las paredes, seis rostros delineados por Matisse: una pureza en la línea que penetra las pupilas como una fino rayo laser. Nadie empuja para verlos, es solo mío el placer de haberlos mirado para siempre.

En el museo Whitney no hay entrada gratis, la gente paga gustosa para no perderse la impactante exposición de la artista pop japonesa Yakoi Kusama. Contemporánea de Andy Warhol, Kusama, a sus ochenta y tres años, sigue poblando, tanto con palabras y  pinturas como en esculturas e instalaciones, su imaginario mundo simultáneamente minimalista y extrovertido, al mismo tiempo provocador y retraído. Un arte que le ha dado pié a Louis Vuitton a desplegar algunos de sus diseños en sus vitrinas y fachadas. Pero que, en otra faceta, asusta al conservadurismo con su despliegue de falos andariegos, falos que emergen de cajas cuadradas, como las mentes de algunos. Falos independientes, autónomos, libres que pueblan espacios y conquistan páginas en las revistas de arte. Pero al lado de las provocaciones y de los patrones de uso textil o gráfico y de  haber sido una superviviente en la Nueva York de los años cuarenta mediante el permanente desafío y el rompimiento con estructuras convencionales, ha sido y sigue siendo, una  presencia punzopenetrante en el arte contemporáneo. Lo es a través de su persistencia y su permanente investigación de las formas y los colores que dominan la estética popular, yo diría incluso populista, pero sobre todo por lo que aporta desde su laminada interioridad. Kusama vive por propia voluntad, en un sanatorio desde hace más de dos décadas, su taller está ubicado a poca distancia y desde allí, desde Japón,  parece burlarse de la sociedad, como lo hacía cuando tenía veinte años en Nueva York. Con el cabello pintado de anaranjado, con las ropas en concordancia con los lienzos pero con numerosas e impresionantes obras de arte en su haber, Kusama hace pensar que solo en el asilo se halla la libertad. Al resto de los mortales, presos de locura, la artista japonesa nos ofrece distracción y catarsis.

A pocos pasos del museo Whitney se encuentra el emblemático Hotel Carlyle, parada obligada aunque solo sea por aspirar el aire que respiró Marilyn Monroe cuando atravesaba sus túneles para encontrarse con Kennedy, quien por lo demás despachaba desde ese hotel cuando estaba en Nueva York. Tal fue su fama que se le puso el sobrenombre de “Casa Blanca de Nueva York”.  Allí se hospeda Mick Jagger, allí toca el saxofón, de vez en cuando, Woody Allen. En fin, tomarse un bien servido vodka en las rocas con limón en el piano bar y retrotraerse en el tiempo por un momento, con música en vivo cuesta poco más de treinta dólares incluyendo el impuesto y la propina.

La zona conocida como Chelsea le está robando el protagonismo al Soho como distrito de galerías de arte. Para recibir un hálito del ambiente y de la vida que llevan los curadores de esas exposiciones conviene leer al premio Pulitzer Michael Cunningham, en su novela titulada Cuando cae la noche. El autor ofrece más que una suerte de resonancia magnética no solo de las tendencias y el mercado del arte sino un minucioso paseo por las bocacalles traseras de la ciudad, así como del aburrimiento, ése que a pesar de su expulsión de la vida neoyorkina, sabe colarse entre las sábanas de las parejas incomunicadas. Todo ello aderezado con raigambres familiares, una pizca de drogas y un abominable personaje encantador.

En esa zona de comienzos del suroeste neoyorkino se encuentra también el llamado Highline , varias cuadras de parque aéreo en lo que hasta hace unos años era una ruta y una estación ferroviaria que servía a la ciudad con alimentos. Su historia, su arquitectura, su éxito serían harina de un reportaje aparte. Por supuesto que hubo licitación, partidarios y adversarios, pero lo cierto es que hoy en día conforma una caminata especial por la concepción de sus áreas verdes, por la vista sobre el rio Hudson, por sus balcones sobre la urbe, pero también por las gentes que por allí andan. Desde artistas y músicos con sus instrumentos, hasta vendedores ambulantes de artesanía y de comidas típicas, pasando por turistas y locales en busca de un descanso, pues el parque está dotado con sillas de extensión  de madera, así como de gradas para sentarse a mirar la ciudad por encima de las calles.
Más hacia el sur se encontraban las torres gemelas, hoy convertidas en memoria colectiva a través de dos fuentes en las cuales cascadas cuadradas, para recordar las bases de las torres, producen un movimiento y un sonido continuos y en las barandas los nombres de todas las víctimas han sido talladas con tal desempeño que puedan ser leídos incluso por quienes no pueden ver.  Se trabaja a paso rápido en la culminación del museo aledaño. No olvidemos que en pocos días se cumple otro aniversario del fatídico once de Septiembre, el número once.

Ninguna estadía sería completa en Nueva York sin asistir a un teatro. Pocos días antes de la muerte de Gore Vidal, tuve el privilegio de ver su sátira política The best man. La trama gira en torno a las primarias de un partido para escoger al mejor como candidato presidencial. Oportuna reflexión justo a dos meses de las elecciones en Venezuela y a tres de las de Estados Unidos. El talante puntiagudo, la tesitura intelectual y el conocimiento de causa del autor, unido a una excelente puesta en escena y a un elenco de primera arrancaron lágrimas de risa a la audiencia. Una risa agridulce, pues la ficción estaba enclavada en los años sesenta, cuando las trampas, las escaramuzas, los puntapiés y las zancadillas eran “analógicas” por usar un término de la tecnología  telefónica atrasada. En otro lado de la ciudad, los Hombres Azules, siguen presentando su siempre renovado espectáculo mudo en el que la percusión, las muecas y los mohines reemplazan a las palabras, un entretenimiento que ya lleva como dos décadas en escena, siempre a sala llena. Un lugar ideal para quienes no hablen inglés, pero también para los niños que todos los adultos llevamos por dentro.

Comer es otra delicia en Nueva York. La ciudad ofrece desde tarantines de toda ley, hasta la más alta y sofisticada gastronomía. Lo cual aplica también para la música. Sin embargo, el viaje debe llegar a su fin. Un final con vieiras y vino, con grapefruit con canela al horno, con Pinot Grigio de cosecha californiana, con conversaciones hasta mucho más allá de la medianoche con una anfitriona de lujo. La mujer se llama Jill Strickman-Ripps, una mujer de estos tiempos, una neoyorkina de cepa mixta que sabe deletrear eficiencia en todos los actos de su vida y conjugar todos los verbos de acción y de creatividad. No solo ha logrado organizar su vida entera en un radio de diez cuadras a la redonda, sino que ha logrado resquebrajar el infranqueable mundo de la publicidad, al crear hace una veintena de años una empresa que le proporciona actores testimoniales de la vida real a los anunciantes. Un trabajo estimulante, interesante, complejo y variado, para el cual cuenta con una nómina sobre todo de mujeres competentes. Jill es además madre de dos varones, gran amiga de sus amigas, temeraria para andar en bicicleta hasta Governor’s island o a remo cuando se le pinta la ocasión. Jill es una investigadora pertinaz, a quien no se le escapa ningún detalle cuando procura una solución, sea esta de naturaleza laboral o personal, médica o frívola, culinaria o artística. Cuando se trata de describir a Jill pasa como  con  Nueva York, el intento por llamarla  mujer vorágine se estrella contra la realidad. Sí, me traje a New York y la amistad de Jill en el puño y en el corazón. El corazón de Jill está en el puño de mi hermano.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Sarita Montiel, diva de universidad



 Por Eva Feld

Sara Montiel desató una tormenta en la Universidad de  Cincinnati este martes dos de mayo,  Su presencia, su encanto y su perpetua voz de diva dispararon alertas de tornado. Llovió, tronó, relampagueó, pero ella, llena de gracia y salero, no  le cedió el paso al viento ni al aguacero, ni siquiera al dolor punzante en su costillar herido,  nos cantó y entretuvo, para exaltarnos, a unos ochenta privilegiados. Tan extasiados estuvimos  los allí presentes, que nadie sería capaz de desmentirme al  atribuirle la tormenta primaveral a su presencia y no al tradicional clima regional, donde por lo regular, cuando sale el sol, hace frío y cuando al fin llega el calor, llueve.  La fecha de su presentación no pudo ser más emblemática ni más española, hela allí a la Diva marcando el territorio de la hispanidad.  Hela allí a la Diva parada frente a las bayonetas, como en el extraordinario cuadro homónimo de Goya. Heroína  y superviviente del franquismo, luego  del destape, de la actual crisis y de la edad. Sara Montiel sigue siendo un cataclismo.

María Antonia Abad, que es como en verdad se llama, se presento en la sala Bauer del Conservatorio de música de la Universidad  de Cincinnati, invitada por el Departamento de Lenguas Romances y de Literatura.  Apenas entró, transmitió una sinceridad incuestionable cuando dijo  estar emocionada por encontrarse en la universidad, pues ella nunca había podido estudiar. Había tenido que aprenderse de oído los primeros parlamentos de sus películas, como si canciones fueran, porque no supo leer hasta que León Felipe le enseñó a los 21 años.  Ahora, seis décadas después es objeto de estudios universitarios desde los más diversos temas posibles.

Si bien, la gira de Sara Montiel incluye en esta ocasión también a las ciudades de Chicago y Nueva York, acaso sea su presentación en Cincinnati la más curiosa, pues no solo fue proyectada una de sus películas más famosas, El último cuplé (1957), sino que las conferencias que dictaron destacados profesores de las universidades de  Ohio, Kentucky y California, se refirieron, entre otros temas, a la situación de las actrices y cantantes   durante el régimen dictatorial de Francisco Franco y más controversialmente,  a Sara Montiel como icono Gay del mundo hispano y su representación en el teatro, el cine y la literatura de hoy.

Cada una de las seis conferencias sirvió de preámbulo para el ansiado recital de la Diva: fue diagnosticada y amada con docta precisión por cuatro horas, durante las cuales, el público clavado en los asientos absorbió cada dato e interpretación con fanática atención. Incluso se escuchó algún susurro de indignación cuando  el profesor Israel Rolón Parada, factótum del evento, hizo hincapié en el alto precio que tuvo que pagar Sara Montiel por su fama, pero también por su valentía, en la España de Franco, cuando éste la utilizó como prenda en trueque por petróleo soviético, o  por madera rumana…Cada profesor desveló una faceta, la mitológica que envuelve su rostro, la política, la social, la de incipiente feminismo, la de su contribución al desarrollo del cine, o al renacimiento el cuplé como género musical picante y contestatario. Así como su influencia en novelas, performances y películas.

Sólo uno de los profesores, asumió un tono testimonial, humorístico, personal, echando por tierra, sin proponérselo tal vez, una suma de paradigmas que tienen que ver con los estereotipos gay. “Cuando El último cuplé llegó al cine Alcázar en el Sur de Chile, yo era un niño, en la familia se debatía si debían dejarme ir, al final, con la ayuda de mi madre, obtuve el permiso… la vi once veces…” “Me disfrazaba de Sarita y bajaba las escaleras con glamour, para indignación de mi padre y mi hermano, no de mi madre…”  Afuera, en las calles y las facultades de la Universidad de Cincinnati, se estaba celebrando el segundo día de la “semana de los maricas” con comidas y bebidas, con bailes y conversaciones;  en varios bares circunvecinos, se anunciaban espectáculos travestis. Cincinnati no es precisamente Copenhague. Se trata de una mediana ciudad  más bien conservadora, de lo que tradicionalmente, no geográficamente, se llama centrooccidente de los Estados Unidos, sin embargo,  según parece, el tema  gay, incluso el de transgénero ha dejado de ser  propiamente un tabú.

Cuando finalmente Sara Montiel hizo su segunda entrada, esta vez no solo para saludar sino para cantar, no tardó en asumirse como modelo para cuantas drag queens o dragas la quieran imitar, incluso por el uso que hizo del lenguaje,.  “Yo soy muy mariquita, me encantan las plumas, los adornos, los pendientes, las alhajas”  lo dijo moviendo con sensualidad exagerada sus manos, o mejor dicho luciendo  los cuatro pares de enormes sortijas con que las  engalanaba, así como sus enormes uñas esmaltadas y la pulsera en espiral que le cubría entero el brazo derecho. Los que la mirábamos  perdimos la respiración por un momento. Máscara y autenticidad se dan la mano en la diosa Montiel. La primera para que puedan copiarla hombres y mujeres, la segunda para que mujeres y hombres la amen.

Entre chistes y chanzas, Sarita canta “Bésame mucho” y el auditorio se conmueve. Los hombres y mujeres  mayores porque crecieron enamorándose con esa canción, los más jóvenes solo se estremecen sin  saber el por qué. “Fumando espero” y “Vereda tropical” no pueden faltarle al repertorio y para mayor exaltación, “El relicario” (el público haciendo el coro). Ya para concluir, un estudiante de canto de la universidad la acompaña en un tango a capela. Siguen las fotos posadas, los autógrafos, los besos y abrazos sobredimensionados, alimentos sin los cuales no se es una diva. Alimentos que sólo existen para las divas, sean estas mujeres excepcionales o sean, en otra escala, hombres que las copien.

lunes, 30 de abril de 2012

Los barrancos limeños del Gran Hotel



por Eva Feld

Un festival internacional de poesía puede semejar un crucero transoceánico, no solo por el hecho incuestionable de navegar incesantemente sobre inmensas olas en medio de un mar infinito como  viaje perenne, sino sobre todo porque al igual que en un barco, cada camarote, toda estancia, recoveco o escondite, sala, bar o comedor se convierten en espejos confrontados que niegan, eliminan y abominan la soledad al reproducir hasta el infinito las imágenes de quienes ante ellos desfilan.  En todas partes, en ascensores y pasillos, en escaleras y recodos, se encuentran todo el tiempo los unos con los otros. La espuma, el salitre, la resolana, el plenilunio, la camaradería, la fotografía acaban convirtiendo a los pasajeros, o mejor dicho a los poetas, en tripulantes de una travesía en la que una de las materias primas del quehacer poético, nada menos que la individuación, queda convertido en sal y agua. Cuando acaba el viaje, cada uno lleva consigo un bagaje indescifrado al que le dedicará  muchas horas, tal como hacen los turistas con las centenares de fotos que requieren ser ordenadas, clasificadas, fechadas para que todo lo vivido adquiera hálito de veracidad.   A los poetas participantes aun les queda por visitar numerosos  blogs, ciberespacios, videos, grabaciones, libros, revistas todavía bajo el influjo de la perplejidad hasta que el escrutinio se vuelva cada vez más severo, más austero, más conciso. El regreso al silencio, al propio espejo biselado, a la soledumbre así lo exige. Pero entonces ocurren los sortilegios, como éste de evocar por debajo de los párpados algunos de los paisajes más memorables de la Feria Internacional de Poesía de Lima que trascurrió entre el 28 de marzo y el 1 de abril de este año. En mi caso se trata del puro “contrabando”, pues fui de polizón y todo aquello que vi y oí, aprendí o degusté tuvo para mí un aderezo testimonial, desde mi profesión de periodista y mi vocación de novelista.

Mis hermanos por parte de padre: Pia Tafdrup de Dinamarca y Fernando Herrera de Colombia

El Gran hotel Bolívar queda ubicado en un centro neurálgico de Lima, pero sobre todo en el vértice de otro tiempo. Allí todo pertenece al siglo XX en el esplendor del art deco.  Tiene cúpula de vitral policromado, tiene ascensor de madera, todo posee la gracia y el encanto de anteayer, de una deliciosa atmósfera debilitada de película antigua. Ni siquiera la restauración de la que fue objeto en 1968, pretende restarle verosimilitud al hecho de que fue construido en 1924. Eso en cuanto a la estética, pues en lo que concierne a la administración, lleva el sello del gobierno local que apoya el sistema cooperativo.
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Habría podido contemplar y ensoñar algún parlamento de Humphrey Bogart, verlo sentado en una de las butacas del lobby fumando un habano. Hubiera podido percibir el flagrante coqueteo de Lauren Bacall contoneando sus caderas y sus pechos ante la mirada soslayada de un sinnúmero  de latin lovers. Pero Renato Sandoval, el demiurgo organizador del Festival tenía otros planes. El primer FIPLIMA tenía como país invitado a Argentina y la primera lectura de los poetas argentinos iba a realizarse en una sala de teatro a unas seis cuadras del hotel. Así fue como emprendimos la caminata, por las calles coloniales de Lima,  decenas de poetas en procesión. Ayudé a la casualidad a que me colocara para la peregrinación a la diestra de la poeta danesa Pia Tafdrup. Ya  la había escrutado en Youtube, quería conocerla, me había impactado la fuerza de su idioma, su  nervio, su tesitura, su ímpetu; la tensión en sus ganglios, en sus tendones, cuando se le erguía el cuello en función del poema sobre su padre que leía,  en una plaza pública, sobre todo a jóvenes atentos a su vehemencia. Pia aun olía a frio de primavera, acababa de llegar de Paris donde trabajaba en una traducción. Estaba muy preocupada, sus  maletas no habían llegado con ella, así que miraba de soslayo las vitrinas para el caso extremo en que tuviera que comprar al menos un par de zapatos para su primera intervención, la del día siguiente. El idioma inglés nos permitió rápidamente tender un puente de femineidad, una solidaridad instantánea, un intercambio,  una intimidad.  Caminábamos por el medio de la calle y aventuré un primer lugar común preguntándole  cómo fue que comenzó a escribir. Acostumbrada a contestarlo, me echó el mismo cuento que a otros periodistas del mundo: “mi padre me leía cuentos de Hans Christian Anderson desde muy pequeña y me inventaba otros todas las noches. Así descubrí mi vocación por la palabra y luego, cuando mi padre enfermó, yo le leía los mismos cuentos a él”. Poco a poco, en el transcurso de  la noche, supe más de ella, que su poemario “Los caballos de Tarkowsky” estaba precisamente dedicado a su padre que había sucumbido ante el mal de Alzeimer. También me dijo, ya cuando debimos tomar angostas aceras y no podíamos seguir marchando juntas, sino una delante de la otra, que su padre había sido perseguido por los nazis, que vivió en desesperanza el desasosiego, la persecución y que solo conoció la paz en el campo, en su hacienda, lejos, rodeado de plantas, animales y lecturas. No llegué a decirle, ni siquiera a la vuelta del recital de los argentinos, que también hicimos juntas, a pie y parándonos a cada rato para ver a los vendedores ambulantes que ya cerca de la medianoche son tolerados en las calles de Lima, que somos como hermanas por parte del mismo “padre” como vocablo. No llegué a hablarle del mío,  superviviente por excepción, conocedor igual que el suyo de persecuciones y duelos, de dolores y pérdidas y también de infinitos cuentos reales y ficticios, que mantienen afilado,  aun hoy en día, a cuatro años de su muerte, mi sexto sentido, el de escribir. 

Decenas de niños atrapaban la curiosidad de Pia: “En Dinamarca los acostamos temprano, a lo mejor somos demasiado estrictos” dijo la nórdica, con debutante saudade,  en  su primer contacto con la realidad peruana. Las maletas al fin llegaron, tarde pero completas. Pero Pía nunca dejó de preocuparse porque todo saliera bien. Así fue.  Pude verla, en  los días siguientes, como antes en el video, entregarse de cuello entero a la lectura de sus poemas y aun sin hablar danés, comprendí cada verso desde el acaudalado torrente de nuestra consanguineidad, mucho antes de escuchar la traducción al castellano.

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La plaza Kennedy llegó a ser durante el FIPLIMA uno de los espacios públicos más celebrados por los limeños. Peruanos de todas las edades y de diferentes procedencias sociales e ideológicas, escuchaban con fruición las lecturas de los poetas del mundo en diferentes claves, en múltiples idiomas, en variadas cadencias.  Los poetas, micrófono en mano, ocupaban el centro de un pequeño foso y se entregaban al apetito crecientemente hedonista de un público virgen, de oídos nuevos, de transeúntes sorprendidos, de amas de casa emocionadas. Todos, menos uno. Fernando Herrera, el poeta de Medellín, tomó la palabra sentado con el público.  Sus palabras hicieron presente a la natural muchacha de una pescadería. Del poema emanaban los olores y los quehaceres de su oficio. Pude constatar en sus otras lecturas, en otros escenarios, que Fernando Herrera es un retratista de momentos estelares, de aquéllos que involucran instantes en que la condición humana emana belleza, pero sobre todo el movimiento perpetuo de la naturaleza. Es pues Fernando un pintor a veces figurativo y paisajista pero siempre en la búsqueda de traspasar  al lienzo el movimiento. Como si anduviera a caballo. 

Finalizado el recital, conocí a  Fernando Herrera como protagonista de su propio movimiento perpetuo, el interno.  Empequeñecido el auditorio, reducido apenas a dos pares de amigos, en un hermoso apartamento particular y atendidos por un peruano encantador, se nos presentó ese otro poeta que es siempre el mismo pero nunca igual. ¿Dónde está Fernando cuando cierra los ojos? Aventuro aquí alguna posible respuesta: A veces, como esa noche en particular, se halla retrotraído a su infancia en Medellín. Al cabo de largos minutos espabila y nos habla de su padre, el Magistrado Herrera. “la persona que más he querido en mi vida”. Detrás de los párpados de Fernando Herrera permanecen intactas las cartas que intercambió con su padre cuando joven  declinó la academia por la poesía, en aquel Paris universal donde es posible perder el rumbo para verdaderamente encontrarlo. Fernando se yergue de su silla como potente histrión y declama de memoria en francés. Luego, a mi pregunta, nuevamente un tanto obvia, de si ha hecho teatro, responde, otra vez desde la remembranza, que si ha sido actor. “El magistrado Herrera montaba cada año, con sus hijos, una pieza de Moliere e invitaba para el estreno en casa a los demás magistrados. El magistrado Herrera lloró cuando supo que su hijo  había ganado el premio nacional de poesía, siempre entendió que su hijo sería poeta”. Cuando Fernando cierra los ojos puede sumarse a los de su padre.  Por eso sabe describir todo sobre la heredad, sobre la tierra y sus gentes, para recordarlo y mantenerlo vivo, pues como decía el mío, “nadie muere mientras perdure su memoria”

LA MIRADA MÚLTIPLE: UNA CONVERSACIÓN CON DOS QUEBEQUENSES, FRANCIS CATALANO Y CARL LACHARITÉ

Las terrazas de los hoteles son en sí mismas terrenos literarios. Quien tenga alguna duda, recuerde por un momento al menos dos buenos ejemplos, la del hotel chileno en el que el padre de Montano, el del “mal” que le hace sufrir Enrique Vila Matas, conoce a su alter ego o la de Lidia Jorge, en “La costa de los murmullos” donde dice: ¿Pero por qué me pregunta por los verdaderos nombres de las personas que bailaban durante esos dos días en la terraza? ¿Por qué insiste en ese hotel?

La del Gran hotel Bolívar es más literaria que cualquiera otra, de qué otro modo habrían podido convivir en ella tantos poetas durante cuatro días, hablando todos a la vez, bebiendo pisco, abrazando ideas, componiendo el mundo, ajustando cuentas con la realidad, torciendo su nervadura hasta convertirla en fantasmagoría. La  musa coincidencia coloca por un momento a los dos canadienses francófonos en mi zona de confort. Los he escuchado a ambos en sendos recitales, me han dejado con hambre. Provienen de la periferia de la lengua francesa, por ser  minoría en Canadá y extraña en Europa porque hablan con un dejo del sur, con algunas palabras reminiscentes del pasado pero con el convencimiento absoluto de sus respectivos derroteros.

Carl es además de poeta, patafísico, psicólogo y actor múltiple en performances pero también en la militancia diaria contra la indignidad. Además dibuja la ruta de sus pensamientos, de lo que siente, de lo que le dicta la dramática sustancia de su interioridad. Dice que sólo se puede ser fiel a la transformación del sujeto en la objetividad de la palabra. Sus palabras se atropellan, tiene 40 años pero siente que no le alcanza el tiempo para decirlo todo.
Francis es más recatado, sonríe desde el enigma pero no por ello oculta su ars poetica. Ahora más distendidos, nos enfrascamos en una discusión visual. La realidad divisada desde diferentes prismas. Carl quiere retratar en sus palabras al hombre que camina y simultáneamente al que se está viendo caminar. Por eso dibuja con manía los trayectos de esas miradas. Son líneas que se cruzan, que se separan, que se exaltan, que desaparecen en el vórtice. Son trazos que renacen de las sombras y acaban siendo arte aun antes de convertirse en poemas. Carl también involucra a su cuerpo en esas excursiones en procura de otras visiones.
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            La mirada astigmática – pretendo puntualizar
-          Sí, puede ser, creo que me comprendes, responde

Catalano simplemente nombra el título de uno de sus poemarios. Apenas pronuncia la palabra Panoptikon  cuando Carl y yo lo envolvemos con nuestra atención unívoca. Como si se tratara de la activación de una clave secreta, despegamos  con rumbo sideral. En la terraza del Gran hotel Bolívar queda la algarabía del poeterío reunido en festín. Nosotros, los pasajeros de la visión estrábica, microscópica, oblicua, telescópica panóptica, navegamos a la velocidad de la luz hacia ese lugar en nosotros mismos donde todo es posible, incluso disentir.

Nuestras  obsesiones toman formas diversas. Para Francis, el ser es observado por el ojo controlador del poder, una mirada invisible pero omnipresente ante la cual se escuda el poeta en su defensa contra el dominio del televisor,  de la computadora. Busca el antídoto que le devuelva lo humano perdido a los seres hipnotizados por la bestia cotidiana. Quién enciende a quien, se pregunta el poeta, se trata de un espejo ardiente, “se dirá que morir frente a él  a fuego lento significa ser teledevorado”. De allí que nada de lo cotidiano le sea ajeno pues le presta a todos los temas de la actualidad la forma de su excitante  inflexión.

Carl, en cambio, prefiere la divagación óptica, su visión caleidoscópica. Su intención la oscura claridad que ilumine y ensombrezca la página en blanco, como en  un lienzo revelador de las formas más genuinas de su entendimiento del mundo.

Habrá que aterrizar en la terraza del Gran Hotel Bolívar. ¿Pero por qué me pregunta por los verdaderos nombres de las personas que bailaban durante esos dos días en la terraza? ¿Por qué insiste en ese hotel?