por Eva Feld
Un festival internacional de poesía puede semejar un
crucero transoceánico, no solo por el hecho incuestionable de navegar
incesantemente sobre inmensas olas en medio de un mar infinito como viaje perenne, sino sobre todo porque al
igual que en un barco, cada camarote, toda estancia, recoveco o escondite,
sala, bar o comedor se convierten en espejos confrontados que niegan, eliminan
y abominan la soledad al reproducir hasta el infinito las imágenes de quienes
ante ellos desfilan. En todas partes, en
ascensores y pasillos, en escaleras y recodos, se encuentran todo el tiempo los
unos con los otros. La espuma, el salitre, la resolana, el plenilunio, la
camaradería, la fotografía acaban convirtiendo a los pasajeros, o mejor dicho a
los poetas, en tripulantes de una travesía en la que una de las materias primas
del quehacer poético, nada menos que la individuación, queda convertido en sal
y agua. Cuando acaba el viaje, cada uno lleva consigo un bagaje indescifrado al
que le dedicará muchas horas, tal como
hacen los turistas con las centenares de fotos que requieren ser ordenadas,
clasificadas, fechadas para que todo lo vivido adquiera hálito de
veracidad. A los poetas participantes
aun les queda por visitar numerosos
blogs, ciberespacios, videos, grabaciones, libros, revistas todavía bajo
el influjo de la perplejidad hasta que el escrutinio se vuelva cada vez más
severo, más austero, más conciso. El regreso al silencio, al propio espejo
biselado, a la soledumbre así lo exige. Pero entonces ocurren los sortilegios,
como éste de evocar por debajo de los párpados algunos de los paisajes más
memorables de la Feria Internacional de Poesía de Lima que trascurrió entre el
28 de marzo y el 1 de abril de este año. En mi caso se trata del puro
“contrabando”, pues fui de polizón y todo aquello que vi y oí, aprendí o
degusté tuvo para mí un aderezo testimonial, desde mi profesión de periodista y
mi vocación de novelista.
Mis hermanos por
parte de padre: Pia Tafdrup de Dinamarca y Fernando Herrera de Colombia
El Gran hotel Bolívar queda ubicado en un centro
neurálgico de Lima, pero sobre todo en el vértice de otro tiempo. Allí todo
pertenece al siglo XX en el esplendor del art
deco. Tiene cúpula de vitral
policromado, tiene ascensor de madera, todo posee la gracia y el encanto de
anteayer, de una deliciosa atmósfera debilitada de película antigua. Ni
siquiera la restauración de la que fue objeto en 1968, pretende restarle
verosimilitud al hecho de que fue construido en 1924. Eso en cuanto a la
estética, pues en lo que concierne a la administración, lleva el sello del
gobierno local que apoya el sistema cooperativo.
1
Habría podido contemplar y ensoñar algún parlamento de
Humphrey Bogart, verlo sentado en una de las butacas del lobby fumando un
habano. Hubiera podido percibir el flagrante coqueteo de Lauren Bacall
contoneando sus caderas y sus pechos ante la mirada soslayada de un
sinnúmero de latin lovers. Pero Renato Sandoval, el demiurgo organizador del
Festival tenía otros planes. El primer FIPLIMA tenía como país invitado a
Argentina y la primera lectura de los poetas argentinos iba a realizarse en una
sala de teatro a unas seis cuadras del hotel. Así fue como emprendimos la
caminata, por las calles coloniales de Lima,
decenas de poetas en procesión. Ayudé a la casualidad a que me colocara
para la peregrinación a la diestra de la poeta danesa Pia Tafdrup. Ya la había escrutado en Youtube, quería
conocerla, me había impactado la fuerza de su idioma, su nervio, su tesitura, su ímpetu; la tensión en
sus ganglios, en sus tendones, cuando se le erguía el cuello en función del
poema sobre su padre que leía, en una
plaza pública, sobre todo a jóvenes atentos a su vehemencia. Pia aun olía a
frio de primavera, acababa de llegar de Paris donde trabajaba en una
traducción. Estaba muy preocupada, sus
maletas no habían llegado con ella, así que miraba de soslayo las
vitrinas para el caso extremo en que tuviera que comprar al menos un par de
zapatos para su primera intervención, la del día siguiente. El idioma inglés
nos permitió rápidamente tender un puente de femineidad, una solidaridad
instantánea, un intercambio, una
intimidad. Caminábamos por el medio de
la calle y aventuré un primer lugar común preguntándole cómo fue que comenzó a escribir. Acostumbrada
a contestarlo, me echó el mismo cuento que a otros periodistas del mundo: “mi
padre me leía cuentos de Hans Christian Anderson desde muy pequeña y me
inventaba otros todas las noches. Así descubrí mi vocación por la palabra y
luego, cuando mi padre enfermó, yo le leía los mismos cuentos a él”. Poco a
poco, en el transcurso de la noche, supe
más de ella, que su poemario “Los
caballos de Tarkowsky” estaba precisamente dedicado a su padre que había
sucumbido ante el mal de Alzeimer. También me dijo, ya cuando debimos tomar
angostas aceras y no podíamos seguir marchando juntas, sino una delante de la
otra, que su padre había sido perseguido por los nazis, que vivió en
desesperanza el desasosiego, la persecución y que solo conoció la paz en el
campo, en su hacienda, lejos, rodeado de plantas, animales y lecturas. No
llegué a decirle, ni siquiera a la vuelta del recital de los argentinos, que
también hicimos juntas, a pie y parándonos a cada rato para ver a los
vendedores ambulantes que ya cerca de la medianoche son tolerados en las calles
de Lima, que somos como hermanas por parte del mismo “padre” como vocablo. No
llegué a hablarle del mío, superviviente
por excepción, conocedor igual que el suyo de persecuciones y duelos, de
dolores y pérdidas y también de infinitos cuentos reales y ficticios, que
mantienen afilado, aun hoy en día, a
cuatro años de su muerte, mi sexto sentido, el de escribir.
Decenas de niños atrapaban la curiosidad de Pia: “En
Dinamarca los acostamos temprano, a lo mejor somos demasiado estrictos” dijo la
nórdica, con debutante saudade, en su
primer contacto con la realidad peruana. Las maletas al fin llegaron, tarde
pero completas. Pero Pía nunca dejó de preocuparse porque todo saliera bien.
Así fue. Pude verla, en los días siguientes, como antes en el video,
entregarse de cuello entero a la lectura de sus poemas y aun sin hablar danés,
comprendí cada verso desde el acaudalado torrente de nuestra consanguineidad,
mucho antes de escuchar la traducción al castellano.
2
La plaza Kennedy llegó a ser durante el FIPLIMA uno de
los espacios públicos más celebrados por los limeños. Peruanos de todas las
edades y de diferentes procedencias sociales e ideológicas, escuchaban con
fruición las lecturas de los poetas del mundo en diferentes claves, en
múltiples idiomas, en variadas cadencias.
Los poetas, micrófono en mano, ocupaban el centro de un pequeño foso y
se entregaban al apetito crecientemente hedonista de un público virgen, de
oídos nuevos, de transeúntes sorprendidos, de amas de casa emocionadas. Todos,
menos uno. Fernando Herrera, el poeta de Medellín, tomó la palabra sentado con
el público. Sus palabras hicieron
presente a la natural muchacha de una pescadería. Del poema emanaban los olores
y los quehaceres de su oficio. Pude constatar en sus otras lecturas, en otros
escenarios, que Fernando Herrera es un retratista de momentos estelares, de
aquéllos que involucran instantes en que la condición humana emana belleza,
pero sobre todo el movimiento perpetuo de la naturaleza. Es pues Fernando un
pintor a veces figurativo y paisajista pero siempre en la búsqueda de traspasar al lienzo el movimiento. Como si anduviera a
caballo.
Finalizado el recital, conocí a Fernando Herrera como protagonista de su
propio movimiento perpetuo, el interno.
Empequeñecido el auditorio, reducido apenas a dos pares de amigos, en un
hermoso apartamento particular y atendidos por un peruano encantador, se nos
presentó ese otro poeta que es siempre el mismo pero nunca igual. ¿Dónde está
Fernando cuando cierra los ojos? Aventuro aquí alguna posible respuesta: A
veces, como esa noche en particular, se halla retrotraído a su infancia en
Medellín. Al cabo de largos minutos espabila y nos habla de su padre, el
Magistrado Herrera. “la persona que más he querido en mi vida”. Detrás de los
párpados de Fernando Herrera permanecen intactas las cartas que intercambió con
su padre cuando joven declinó la
academia por la poesía, en aquel Paris universal donde es posible perder el
rumbo para verdaderamente encontrarlo. Fernando se yergue de su silla como
potente histrión y declama de memoria en francés. Luego, a mi pregunta,
nuevamente un tanto obvia, de si ha hecho teatro, responde, otra vez desde la
remembranza, que si ha sido actor. “El magistrado Herrera montaba cada año, con
sus hijos, una pieza de Moliere e invitaba para el estreno en casa a los demás
magistrados. El magistrado Herrera lloró cuando supo que su hijo había ganado el premio nacional de poesía,
siempre entendió que su hijo sería poeta”. Cuando Fernando cierra los ojos
puede sumarse a los de su padre. Por eso
sabe describir todo sobre la heredad, sobre la tierra y sus gentes, para
recordarlo y mantenerlo vivo, pues como decía el mío, “nadie muere mientras
perdure su memoria”
LA MIRADA
MÚLTIPLE: UNA CONVERSACIÓN CON DOS QUEBEQUENSES, FRANCIS CATALANO Y CARL
LACHARITÉ
Las terrazas de los hoteles son en sí mismas terrenos
literarios. Quien tenga alguna duda, recuerde por un momento al menos dos
buenos ejemplos, la del hotel chileno en el que el padre de Montano, el del
“mal” que le hace sufrir Enrique Vila Matas, conoce a su alter ego o la de
Lidia Jorge, en “La costa de los
murmullos” donde dice: ¿Pero por qué me pregunta por los
verdaderos nombres de las personas que bailaban durante esos dos días en la
terraza? ¿Por qué insiste en ese hotel?
La del Gran hotel Bolívar es más literaria que
cualquiera otra, de qué otro modo habrían podido convivir en ella tantos poetas
durante cuatro días, hablando todos a la vez, bebiendo pisco, abrazando ideas,
componiendo el mundo, ajustando cuentas con la realidad, torciendo su nervadura
hasta convertirla en fantasmagoría. La
musa coincidencia coloca por un momento a los dos canadienses
francófonos en mi zona de confort. Los he escuchado a ambos en sendos
recitales, me han dejado con hambre. Provienen de la periferia de la lengua
francesa, por ser minoría en Canadá y
extraña en Europa porque hablan con un dejo del sur, con algunas palabras
reminiscentes del pasado pero con el convencimiento absoluto de sus respectivos
derroteros.
Carl es además de poeta, patafísico, psicólogo y actor
múltiple en performances pero también
en la militancia diaria contra la indignidad. Además dibuja la ruta de sus
pensamientos, de lo que siente, de lo que le dicta la dramática sustancia de su
interioridad. Dice que sólo se puede ser fiel a la transformación del sujeto en
la objetividad de la palabra. Sus palabras se atropellan, tiene 40 años pero
siente que no le alcanza el tiempo para decirlo todo.
Francis es más recatado, sonríe desde el enigma pero
no por ello oculta su ars poetica. Ahora
más distendidos, nos enfrascamos en una discusión visual. La realidad divisada
desde diferentes prismas. Carl quiere retratar en sus palabras al hombre que
camina y simultáneamente al que se está viendo caminar. Por eso dibuja con
manía los trayectos de esas miradas. Son líneas que se cruzan, que se separan,
que se exaltan, que desaparecen en el vórtice. Son trazos que renacen de las
sombras y acaban siendo arte aun antes de convertirse en poemas. Carl también
involucra a su cuerpo en esas excursiones en procura de otras visiones.
-
La mirada
astigmática – pretendo puntualizar
-
Sí, puede ser,
creo que me comprendes, responde
Catalano simplemente nombra el título de uno de sus
poemarios. Apenas pronuncia la palabra Panoptikon cuando Carl y yo lo envolvemos con nuestra
atención unívoca. Como si se tratara de la activación de una clave secreta,
despegamos con rumbo sideral. En la
terraza del Gran hotel Bolívar queda la algarabía del poeterío reunido en
festín. Nosotros, los pasajeros de la visión estrábica, microscópica, oblicua,
telescópica panóptica, navegamos a la velocidad de la luz hacia ese lugar en
nosotros mismos donde todo es posible, incluso disentir.
Nuestras
obsesiones toman formas diversas. Para Francis, el ser es observado por
el ojo controlador del poder, una mirada invisible pero omnipresente ante la
cual se escuda el poeta en su defensa contra el dominio del televisor, de la computadora. Busca el antídoto que le
devuelva lo humano perdido a los seres hipnotizados por la bestia cotidiana.
Quién enciende a quien, se pregunta el poeta, se trata de un espejo ardiente,
“se dirá que morir frente a él a fuego
lento significa ser teledevorado”. De allí que nada de lo cotidiano le sea
ajeno pues le presta a todos los temas de la actualidad la forma de su
excitante inflexión.
Carl, en cambio, prefiere la divagación óptica, su
visión caleidoscópica. Su intención la oscura claridad que ilumine y
ensombrezca la página en blanco, como en
un lienzo revelador de las formas más genuinas de su entendimiento del
mundo.
Habrá que aterrizar en la terraza del Gran Hotel
Bolívar. ¿Pero
por qué me pregunta por los verdaderos nombres de las personas que bailaban
durante esos dos días en la terraza? ¿Por qué insiste en ese hotel?
No hay comentarios:
Publicar un comentario