El magnífico libro
por Eva Feld
La posibilidad de poner por escrito la palabra, previa conformación de los signos lingüísticos articulados con un pensamiento ordenado, ha sido uno de los pasos más peligrosos dados por el hombre. Si uno va a un viejo monasterio y revisa los libros copiados por los monjes comprobará de inmediato que había textos de acceso vedado por razones de un supuesto riesgo. La imprenta cambió la historia hacia la difusión masiva, con la consecuencia de un crecimiento proporcional del peligro. El libro pasó a ser el objeto más atacado, más que las fortalezas o las ciudades enemigas. Los libros han sido prohibidos o quemados, condenados al ostracismo o vituperados hasta el escarnio. En la edad moderna, o el siniestro siglo XX, la amenaza se concentró como nunca en el autor del objeto maldito del conocimiento y el escritor fue silenciado. Claro que por poco tiempo: algunas de nuestras lecturas preferidas están situadas en la literatura europea de entreguerras. En esta entelequia que llamamos posmodernidad, el libro ha sido convertido en un producto industrial y, en consecuencia, no se procura la calidad de su contenido, sino su venta masiva, convertido el editor de un individuo que procuraba conceptos e innovación en un fabricante de otro bien de consumo al que hay que sacarle rédito. Esta es la amenaza actual. Una más para el libro, siempre objeto de peligrosas tentativas. La consecuencia es la de una literatura degradada. Por lo demás, cada cierto tiempo, como en una retahíla de expiración, se proclama la muerte de algún género literario, siendo la novela la preferida por tales invectivas. Ni la novela morirá ni el libro será degradado como pretende la industria cultural. El secreto para impedirlo es seguir escribiendo sin concesiones y publicando los textos sin pensar en el esquivo éxito. Aunque hoy nos parezca exótico, debemos afirmar que la rueda girará y la literatura, a través del magnífico libro, recobrará su rol de reconformación del espíritu humano.
por Eva Feld
La posibilidad de poner por escrito la palabra, previa conformación de los signos lingüísticos articulados con un pensamiento ordenado, ha sido uno de los pasos más peligrosos dados por el hombre. Si uno va a un viejo monasterio y revisa los libros copiados por los monjes comprobará de inmediato que había textos de acceso vedado por razones de un supuesto riesgo. La imprenta cambió la historia hacia la difusión masiva, con la consecuencia de un crecimiento proporcional del peligro. El libro pasó a ser el objeto más atacado, más que las fortalezas o las ciudades enemigas. Los libros han sido prohibidos o quemados, condenados al ostracismo o vituperados hasta el escarnio. En la edad moderna, o el siniestro siglo XX, la amenaza se concentró como nunca en el autor del objeto maldito del conocimiento y el escritor fue silenciado. Claro que por poco tiempo: algunas de nuestras lecturas preferidas están situadas en la literatura europea de entreguerras. En esta entelequia que llamamos posmodernidad, el libro ha sido convertido en un producto industrial y, en consecuencia, no se procura la calidad de su contenido, sino su venta masiva, convertido el editor de un individuo que procuraba conceptos e innovación en un fabricante de otro bien de consumo al que hay que sacarle rédito. Esta es la amenaza actual. Una más para el libro, siempre objeto de peligrosas tentativas. La consecuencia es la de una literatura degradada. Por lo demás, cada cierto tiempo, como en una retahíla de expiración, se proclama la muerte de algún género literario, siendo la novela la preferida por tales invectivas. Ni la novela morirá ni el libro será degradado como pretende la industria cultural. El secreto para impedirlo es seguir escribiendo sin concesiones y publicando los textos sin pensar en el esquivo éxito. Aunque hoy nos parezca exótico, debemos afirmar que la rueda girará y la literatura, a través del magnífico libro, recobrará su rol de reconformación del espíritu humano.
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