Por Eva Feld
Hace cien años, un pequeño grupo de discípulos vieneses festejaron los cincuenta años de su maestro obsequiándole una medalla, grabada por un lado con su perfil y por el reverso la figura de Edipo respondiéndole a la Esfinge; en el canto hicieron grabar en griego, un verso de Sófocles que rezaba: “Quien resolvió el enigma y fue un hombre de gran poder”. En efecto, el hombre que resolviera la incógnita del inconsciente llegó a dominar buena parte del razonamiento del siglo XX. Sí, paradójicamente, aquel que demostraba la validez de los sueños por encima de la lógica aplastante de Descartes, signaba con su teoría la interpretación de la naturaleza humana en los tres planos equivalentes a las tres divinas personas: el de la vigilia, el del sueño y el de la culpa. O, dicho en sintagma, el ego, ya sea en sus manifestaciones voluntarias, kármicas, lúdicas, instintivas etc. Se trataba de Sigmund Freud, el inventor del psicoanálisis, el insidioso influyente que con sus experimentos sobre el alma humana trastocó todas las ciencias que le eran afines a la psicología. Desde la antropología y la educación pasando por la filosofía y la medicina no hubo enfoque que no contara con al menos algún espejo del calidoscopio a través del cual exploró Freud la psique humana. La catarsis, la transferencia, el mito de Edipo, la motivación y la represión sexual como lubricantes de la libido, se han convertido en conceptos incluso coloquiales para el hombre culto. Culto, sí, pues el psicoanálisis tiene su asiento en la historia del hombre, en su cultura, en su religiosidad y sus creencias; así como en las paradojas, en la dialéctica, en el monólogo interno y en el diálogo psicoterapéutico, es decir en la palabra eminentemente dramática, teatral, poética, aquella que transforma la realidad, aquella que inventa el pasado e igualmente reviste de metáforas el futuro. Aquella que una vez disociada la realidad de la rutina, de la lógica o de la razón, se adentra en los sueños, en los deseos, en las visiones, en las alucinaciones. Allí estuvieron los surrealistas para recoger en cadáveres exquisitos, producto de la escritura automática, algunos espléndidos ejemplos de saludable escisión del “yo”. Allí estuvieron los psiquiatras lidiando con la simultaneidad patológica del “yo” en sicóticos que representaban peligro. Allí estuvo Nietzsche, contrafigura de Freud, también en idioma alemán, para iluminar la posibilidad ultra utópica del superhombre, de un “yo” enaltecido. Allí surgieron en ristra figuras como Jung, Rank, Ferenczi para complementar, confrontar, debatir. En suma, para enriquecer la psicología humanista, la psiquiatría especulativa, la investigación empírica, la práctica ontológica, la terapia catártica, la clasificación de los impulsos y las pulsiones y su vinculación con los dioses y sus respectivos mitos y rituales conclusivos. La idea del sanador recuperó su condición shamánica. El psiquiatra como ser investido de sabiduría y poder logró crear desde empatía hasta devoción. Notable fue el caso, entre muchos otros, de Lou Andreas Salomé, la escritora, la gran amiga de Nietzsche y de Rilke, una de las más emblemáticas exponentes en la consecución de la libertad individual, intelectual y sexual de las mujeres, para quien Freud en algunos momentos representó simultáneamente la imagen sublimada de un padre, de un amigo y hasta de un amante.
Sublimada sí, pues es en el contenido de la sublimación como salvoconducto donde radica la vía de escape, el bypass entre norma y deseo y es en sus grados de asociación donde hurga el psicoanálisis en procura de respuestas. Desfragmentar la psique, ubicar las causas que motivan efectos, aproxima el funcionamiento psicológico del ser humano también a las leyes físicas, químicas, biológicas y hasta matemáticas, como lo están demostrando las ya no tan nuevas psicoterapias farmacológicas, sistémicas, eléctricas, en proporciones matemáticamente calculadas.
Sublimadas resultan también las sempiternas preguntas filosóficas que hacen del hombre un eterno adolescente en procura de respuestas convincentes y demostrativas. Quiere el hombre de hoy, como el de ayer, saber entre otras cosas en qué se diferencia del animal: si por su capacidad de razonar y de valerse para ello de la palabra; si por sus creencias atribuibles únicamente a la fe y a la aceptación de los misterios, o acaso por su facultad de padecer y gozar, es decir, de desear. Estas preguntas, como tantas otras, producen siempre incompletitud, una incompletitud pendular cuyo recorrido oscila entre las profecías y la gaya ciencia, entre el positivismo y la catequesis, entre el individualismo y el colectivismo, entre la objetividad y el subjetivismo y dan lugar a próceres de toda estirpe: Hegel y Kierkeaagard; Marx y Freud; Heidegger y Nietzsche Por nombrar sólo seis cabezas tendenciosas de los ismos emblemáticos del presente que mediante fusiones, híbridos y divisiones han producido placebos, panaceas, teorías y soluciones.
Sin embargo, tales sublimaciones han perdido poder ante la incompletitud y el vacío fortalecidos en los albores del siglo XXI; se ha perdido la capacidad shamánica de interpretación de la condición humana, se han mediatizado los misterios del conocimiento, en suma, se han banalizado. Podría decirse que Freud, aunque nunca negado a la fama, lo previó ya en 1925, cuando declinó colaborar con Samuel Goldwyn, por 100.000 dólares, en su película sobre amores célebres. En cambio, ese mismo año, apareció su autobiografía, Mi vida y el psicoanálisis, consagrada mucho más a su carrera científica y al desarrollo de sus ideas que a su vida personal. Y luego, en 1931, a un año de haber recibido el premio Goethe, pronunció en la municipalidad de Freiberg, (su villa natal), durante un homenaje que se le hacía, las siguientes palabras: “Desde que me otorgaron el Premio Goethe, el año pasado, el mundo me reconoce diferentemente y reconoce de mala gana mi existencia, pero sólo para mostrarme lo poco que eso importa…” A sus 80 años, le prohíbe a Arnold Zweig, uno de sus más antiguos pacientes, con quien además mantuvo profusa correspondencia, que emprenda su biografía: “Quien se convierte en biógrafo se obliga a mentir, a disimular, a embellecer y hasta a esconder su propia falta de comprensión, pues no se puede poseer la verdad biográfica y aquel que pudiera poseerla no podría emplearla. Decir la verdad es una cosa impracticable”.
En el subrayado, incuestionablemente nuestro, descansa, haciendo uso de una palabra cara a Nabokov, la quididad de la condición humana. En la suma y en la combinación de semi-verdades practicables habitan hoy las escasas respuestas filosóficas. Depauperado de su condición de imaginar y limitado en el uso de la palabra, el hombre del siglo XXI desconoce lo sublime. Reclamo para Sigmund Freud a 150 años de su nacimiento el beneficio del reposo y, en el canto de semejante divisa, un verso de Teódulo López Meléndez: “Desde la muerte la mirada cambia una palabra”.
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