Por Eva Feld
Hace cien años, un pequeño grupo de discípulos vieneses festejaron los

Sublimada sí, pues es en el contenido de la sublimación como salvoconducto donde radica la vía de escape, el bypass entre norma y deseo y es en sus grados de asociación donde hurga el psicoanálisis en procura de respuestas. Desfragmentar la psique, ubicar las causas que motivan efectos, aproxima el funcionamiento psicológico del ser humano también a las leyes físicas, químicas, biológicas y hasta matemáticas, como lo están demostrando las ya no tan nuevas psicoterapias farmacológicas, sistémicas, eléctricas, en proporciones matemáticamente calculadas.
Sublimadas resultan también las sempiternas preguntas filosóficas que hacen del hombre un eterno adolescente en procura de respuestas convincentes y demostrativas. Quiere el hombre de hoy, como el de ayer, saber entre otras cosas en qué se diferencia del animal: si por su capacidad de razonar y de valerse para ello de la palabra; si por sus creencias atribuibles únicamente a la fe y a la aceptación de los misterios, o acaso por su facultad de padecer y gozar, es decir, de desear. Estas preguntas, como tantas otras, producen siempre incompletitud, una incompletitud pendular cuyo recorrido oscila entre las profecías y la gaya ciencia, entre el positivismo y la catequesis, entre el individualismo y el colectivismo, entre la objetividad y el subjetivismo y dan lugar a próceres de toda estirpe: Hegel y Kierkeaagard; Marx y Freud; Heidegger y Nietzsche Por nombrar sólo seis cabezas tendenciosas de los ismos emblemáticos del presente que mediante fusiones, híbridos y divisiones han producido placebos, panaceas, teorías y soluciones.
Sin embargo, tales sublimaciones han perdido poder ante la incompletitud y el vacío fortalecidos en los albores del siglo XXI; se ha perdido la capacidad shamánica de interpretación de la condición humana, se han mediatizado los misterios del conocimiento, en suma, se han banalizado. Podría decirse que Freud, aunque nunca negado a la fama, lo previó ya en 1925, cuando declinó colaborar con Samuel Goldwyn, por 100.000 dólares, en su película sobre amores célebres. En cambio, ese mismo año, apareció su autobiografía, Mi vida y el psicoanálisis, consagrada mucho más a su carrera científica y al desarrollo de sus ideas que a su vida personal. Y luego, en 1931, a un año de haber recibido el premio Goethe, pronunció en la municipalidad de Freiberg, (su villa natal), durante un homenaje que se le hacía, las siguientes palabras: “Desde que me otorgaron el Premio Goethe, el año pasado, el mundo me reconoce diferentemente y reconoce de mala gana mi existencia, pero sólo para mostrarme lo poco que eso importa…” A sus 80 años, le prohíbe a Arnold Zweig, uno de sus más antiguos pacientes, con quien además mantuvo profusa correspondencia, que emprenda su biografía: “Quien se convierte en biógrafo se obliga a mentir, a disimular, a embellecer y hasta a esconder su propia falta de comprensión, pues no se puede poseer la verdad biográfica y aquel que pudiera poseerla no podría emplearla. Decir la verdad es una cosa impracticable”.
En el subrayado, incuestionablemente nuestro, descansa, haciendo uso de una palabra cara a Nabokov, la quididad de la condición humana. En la suma y en la combinación de semi-verdades practicables habitan hoy las escasas respuestas filosóficas. Depauperado de su condición de imaginar y limitado en el uso de la palabra, el hombre del siglo XXI desconoce lo sublime. Reclamo para Sigmund Freud a 150 años de su nacimiento el beneficio del reposo y, en el canto de semejante divisa, un verso de Teódulo López Meléndez: “Desde la muerte la mirada cambia una palabra”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario