martes, 1 de julio de 2014

Cerdeña y Córcega con pasión por las curvas




Por Eva Feld

La línea óptima entre dos puntos es la más larga, la curva más sinuosa. Cuando se anda en moto, sobre todo en una de alta cilindrada, el viaje en sí supera en importancia y en hedonismo el interés por el destino. El trayecto es lo que cuenta: bajadas en tirabuzón, ascensos en espiral.  Se trata de desafiar a la gravedad en la inclinación de los cuerpos, unos que a lomo de máquinas aceleran o frenan, según se ubique el ápex; de acuerdo a como vayan surgiendo en el pavimento  las líneas blancas que delimitan el sentido de la ruta. Se trata de un ballet  con música de combustión interna, de una ópera dramática en la cual por más que se prolongue el recorrido, éste siempre acaba.

Acaba con el final del día, alrededor de una mesa, con los comentarios de cada conductor precisamente sobre cómo ha ido el día. Los cuentos de los moteros llegan a parecerse a los de los pescadores: igual que ellos, van agregando tamaño y dificultad a sus hazañas. Algunas de sus historias llegan a ser tan inverosímiles que estallan en franqueza, en muecas de empatía, en solidaridad y en risa.  A veces la realidad supera las exageraciones, como le ocurrió a Ray a ciento treinta kilómetros por hora, al verse enfrentado, cara a cara, con una culebra asomada en el tablero.

Cada vez que intentaba sacársela de encima, la víbora se devolvía a su escondite. De no haber sido por algunas fotos parciales de la culebra, que tomó su esposa desde el asiento trasero, habríamos podido atribuirle a nuestro amigo una nueva condecoración a su ya bien habida condición de fabulador. Pero la culebra era de verdad. Nos orillamos en fila india con las motos y uno por uno inventamos ardides para hacerla visible: los que fuman le echaron humo de cigarrillo para que huyera de lo que todos creímos confundiría con un incendio; muchos nos afanamos en tocar la corneta atronadora para que saliera aturdida, otros intentaron con una rama llegar hasta su escondite, pero todos nuestros intentos fueron vanos. Reemprendimos pues la marcha, las cinco motos más una culebra corsa. Se podría decir que llevaba urgencia de llegar al continente. Venía enrollada desde San Lorenzo de Córcega, tomó con nosotros el ferry hasta Marsella, pero pretendía llegar más lejos.  La vibración de la moto la hizo finalmente emerger de su escondrijo y enrollarse justo al lado del velocímetro que marcaba nuevamente ciento treinta kilómetros por hora. El diestro piloto logró entonces botarla, valiéndose de una rama que cargaba, su esposa. Ella, por su parte, aún se lamenta de no  haber podido tomar esa última fotografía de la culebra entera, enrollada justo al lado del velocímetro, seguramente digna de concurso.

La anécdota de la culebra fue, digamos, el corolario de un viaje extraordinario en moto por las islas de Cerdeña y Córcega. ¿Cuántos adjetivos nos es dado imprimir en un texto sobre la naturaleza de esas islas? No alcanzarían hipérboles ni superlativos para describir sus aguas, ora turquesas y superficiales, ora casi negras en su insondable profundidad volcánica. Los pilotos apenas reparan en semejantes matices, las curvas requieren toda su atención, a veces llegan a ser cerradas e inclinadas otras veces abiertas pero con efecto. Los caminos insulares ofrecen sorpresas y abruptas apariciones. La concentración de quienes conducen apenas les permite registrar por el rabillo del ojo aquello que, en cambio, consumen las pasajeras como ambrosía. La sequía de Cerdeña en el inclemente estío muestra sus aristas  en la canícula, en la aridez, en el sofoco. Las montañas blanquecinas evocan épocas ignotas, invitan a perder la mirada en sus ranuras, en sus turgencias, solo que la velocidad se lleva consigo las ansias de explorar esos contornos salitrosos o de comprender el carácter de los sardos. En otros momentos, pocos, los moteros se permiten un respiro más turístico a orillas de un mar añil colmado de visitantes, pero en verdad prefieren regresar a la velocidad y al desafío, a la brea y a la combustión, a la adherencia y a la inclinación, al sonido redondo de sus poderosas máquinas, las cuales, bien lo gozan, solo mediante ellos cobran potencia. Los pilotos, en perfecto engranaje con sus motocicletas, en una simbiosis, en una precipitación de adrenalina con gasolina y de sangre con aceite, se convierten en los dioses todopoderosos de las autovías.

Dioses sensuales según su naturaleza humana, dioses que se rinden de buena gana ante la gastronomía sarda pues en verdad  merecería un  capítulo aparte.  En la vía entre Puerto Torres y Alghero, una parada obligatoria es una ensenada desde donde se divisa el Castelsardo, allí se come el pescado del día, en un ambiente marinero. Pero en Europa el horario de la comida no comprende excepciones, a la hora de nuestra llegada ya no la servían. Al preguntar por alternativas, se nos recomendó ir al restaurant Da Hugo, a poca distancia. El destino quiso que el almuerzo se nos fuera convirtiendo rápidamente en festín: no menos de diez tipos diferentes de mariscos, moluscos y pescadillos fueron apenas el antipasto servido por la presurosa hija de Hugo, un sardo de toda ley, para quien son mandamientos  la calidad, la cantidad , la hospitalidad y la variedad. Camarones, calamares, manta, boquerones, mejillones y otras muchos mariscos, moluscos y pescados,  macerados, fritos, al vapor, guisados, estofados, en escabeche, a la plancha…Hubo que pararle la marcha para darle cabida a los espaguetti alla bottarga, una delicia al paladar que consiste en revestir las hebras de pasta con una mezcla de huevas de pescado y aceite de oliva hasta hasta que adquieran un característico color rojizo, cero salsa.  Aún faltaba  el plato principal, por supuesto de pescado, los postres y el café, para comprender la consigna de Hugo  Cossu, que reza asi: “Tutto cuanto che non conosci”.

Luego supimos que el sitio de Hugo es visitado por celebridades del mundo entero y que recibe reservaciones con muchos meses de antelación. En sus bodegas guarda los mejores vinos y champañas, pero su mayor orgullo radica en que jamás se sirve en sus mesas productos congelados. Todo se prepara al momento, asimismo es el tiempo de espera, es decir,un frenazo en la ruta acelerada de los moteros. Ahora sudorosos y ahítos, cuesta lo suyo investirnos con chaquetas y cascos, guantes y botas para seguir la ruta. Pero la estela de los aromas de ese almuerzo nos acompañará por mucho tiempo.

Nos queda por conocer el burgo colonial del Alghero y volver a comer comida sarda, aún resta degustar los quesos, los vinos insulares consistentes con su áspera procedencia y sin embargo delicados en el acompañamiento de frutos del mar o de corderos. Todavía no sabíamos que llegaríamos sin proponérnoslo a una península ubicada en el extremo noroeste de Cerdeña, donde los diez tripulantes de las naves alquiladas en Barcelona, perderíamos el aliento y nos convertiríamos en instantáneos japoneses en nuestro afán de registrar cada ángulo en nuestras cámaras y teléfonos celulares. Acaso el dato más curioso que surgió de esta breve parada, fue el que aportó Gil al descubrir que el lugar se llama Capo Falcone. Con su habitual buen humor parangonó nuestro Estado Falcón venezolano con ese paraíso terrenal y consiguió  además de las analogías geográficas y numismáticas, razones históricas entre ambos puntos. Sus ojos como los de todos los demás se llenaron en ese lugar del esplendor del horizonte marino, del resplandor de las arenas y de la visión de montículos insulares más distantes. No podría decirse si ese fue el momento más feliz de su viaje. Hubo muchísimos. Además, de oficio conciliador,  de temperamento arbitral, de profesión “alquimista”, él es un hombre feliz: El fiel de su balanza, su esposa y copilota,  es madre de sus hijas, abuela de sus nietos y portadora de su piedra filosofal. Lo que sí se sabe de él es lo bien que baila. En Ajaccio, ya en Córcega, los turistas hasta le tomaron fotos cuando al son de un saxofón dio rienda suelta a su cuerpo en plena calle, alegrándonos la tarde a todos con su vitalidad, con su ritmo y con un despliegue de pasos, de gestos, de muecas y de palmas.

Córcega

Llegar a Bonifacio por mar es una alucinación. El barco se va adentrando en la montaña produciendo una cópula extática. La lenta penetración del navío en las paredes pedregosas de la isla, en los abruptos riscos coronados por un fantástico burgo medieval, en las cavernas misteriosas de la historia universal llega al clímax al atracar en una ensenada de ensueño o de película. Podría uno encarnarse en Grace Kelly o en Ingrid Bergman para protagonizar un filme romántico o evocar una persecución al viejo estilo James Bond. Es ese lugar en el que se conjugan los elementos para robarle a uno la respiración hasta el último estertor.

Córcega se ufana de su afrancesamiento, en la mesa como en la estética, en el idioma y en su abolengo vinculado a Napoleón Bonaparte. Su densa historia de luchas y de invasiones, de enfrentamientos y alianzas, de sometimientos y rebeliones ha dejado huellas e historias de las cuales los corsos procuran contarnos lo más posible. Una de las muchas se refiere a las casi doscientas torres genovesas, a través de las cuales se ejercía en su momento la defensa de la isla. En tiempos de invasiones se quemaba monte para pasar mensajes a través del humo si era de día y a través de las llamas si era de noche.  El corso que nos hace el relato, ríe de buena gana y agrega: “no había celulares ni internet como ahora” luego se enseria para hablarnos de temas más ceremoniales, del enterramiento de los deudos, del homenaje de los caídos en las guerras mundiales, de las epidemias y las hambrunas del pasado.

En Ajaccio, la capital y ciudad natal de Bonaparte, es un privilegio para los lugareños vestirse de época y deleitar a los turistas con sus trompetas y manierismos. En el mercado de la calle, es posible conseguir quesos y jamones, frutas frescas y especias, aceites y dátiles, cordero y mermeladas, olivas de todos los colores y tamaños, panes y tortas, turrones y tomates, berenjenas y pimientos…  Hay productos nacionales y de otras partes del mundo. Es uno de los momentos sensoriales para Marco, no solo porque disfruta del espectáculo y de los olores, de la variedad y del movimiento, sino porque le agrada conversar con las gentes, hacerles preguntas sobre su procedencia, saber de sus vidas y quehaceres, Seguramente luego, cuando nuevamente se emprenda en la moto, rememore y rumee todos los sabores gustosos de cuanto paladeó y escuchó, mientras su querida copiloto, mapa en mano, le vaya abriendo el apetito con datos sobre el rumbo. Ella lleva siempre el mapa consigo para complementar las rutas que señala el GPS. Ella es el sexto sentido: el de la orientación…

La belleza de Córcega sobrecoge, a ratos la ruta se adentra en riscos de arcilla, en esculturas  que parecen talladas por un artista gigante. Se entusiasma uno ante la insólita creatividad del universo. Del otro lado, siempre el mar en serpentina.

Cuando acaban los riscos arcillosos, aparecen paredes de roca, de piedra caliza, de variadas tonalidades; surgen arboledas, pueblos incrustados, viñedos, fincas y encuentros con centenares de moteros y de ciclistas del mundo entero, jadeantes por el esfuerzo y boquiabiertos, como nosotros, ante tantas maravillas.

Gil y Ray llevan días tratando de convencer a Isaac de girar sutilmente el manubrio en dirección opuesta a la curva para mantener la inclinación adecuada de manera de facilitar la toma de la siguiente. Es decir, “cuando las raya en el pavimento se abra como si fuese una tijera”  Isaac lleva a su Alegría en el asiento trasero y ambos se mueren de la risa en el intento. Una risa contagiosa y adictiva pues ambos convierten la tijera en el chiste y el retruécano del viaje arrancándonos a todos buenas carcajadas.

El viaje no termina en Bastia sino que se prolonga en Ferry hacia Marsella y de allí hacia Andorra y Los Pirineos.  Esta vez las curvas sinuosas se vuelven frescas y hasta frías, hemos pasado de 36 grados centígrados a diez; del mar a las montañas, del medioevo a la modernidad, de las islas al continente. Las cinco motos en formación, en la vastedad del universo, a la vista de las nieves perennes, de pinos y eucaliptos, de vacas y ovejas. Hemos atravesado el pujante comercio de Andorra, las impolutas autopistas pagando peajes por cada trecho de rectas infinitas, hemos comido en italiano y en francés, en corso y en sardo.  Ahora nos toca nuevamente en catalán y en castellano. De regreso a Barcelona a devolver las motos con los cauchos gastados (algunos hasta el acero), cada uno con nuestros cuentos, con nuestros kilos de más, con recuerdos imborrables y con el deseo de reemprender la aventura en dos ruedas lo antes posible.

Pd: Los nombres de los protagonistas han sido modificados para proteger a los inocentes, aquí la única culpable es la autora. Culpable de fabular, de inventar, de añadir y de editar.

Junio 2014