lunes, 30 de abril de 2012

Los barrancos limeños del Gran Hotel



por Eva Feld

Un festival internacional de poesía puede semejar un crucero transoceánico, no solo por el hecho incuestionable de navegar incesantemente sobre inmensas olas en medio de un mar infinito como  viaje perenne, sino sobre todo porque al igual que en un barco, cada camarote, toda estancia, recoveco o escondite, sala, bar o comedor se convierten en espejos confrontados que niegan, eliminan y abominan la soledad al reproducir hasta el infinito las imágenes de quienes ante ellos desfilan.  En todas partes, en ascensores y pasillos, en escaleras y recodos, se encuentran todo el tiempo los unos con los otros. La espuma, el salitre, la resolana, el plenilunio, la camaradería, la fotografía acaban convirtiendo a los pasajeros, o mejor dicho a los poetas, en tripulantes de una travesía en la que una de las materias primas del quehacer poético, nada menos que la individuación, queda convertido en sal y agua. Cuando acaba el viaje, cada uno lleva consigo un bagaje indescifrado al que le dedicará  muchas horas, tal como hacen los turistas con las centenares de fotos que requieren ser ordenadas, clasificadas, fechadas para que todo lo vivido adquiera hálito de veracidad.   A los poetas participantes aun les queda por visitar numerosos  blogs, ciberespacios, videos, grabaciones, libros, revistas todavía bajo el influjo de la perplejidad hasta que el escrutinio se vuelva cada vez más severo, más austero, más conciso. El regreso al silencio, al propio espejo biselado, a la soledumbre así lo exige. Pero entonces ocurren los sortilegios, como éste de evocar por debajo de los párpados algunos de los paisajes más memorables de la Feria Internacional de Poesía de Lima que trascurrió entre el 28 de marzo y el 1 de abril de este año. En mi caso se trata del puro “contrabando”, pues fui de polizón y todo aquello que vi y oí, aprendí o degusté tuvo para mí un aderezo testimonial, desde mi profesión de periodista y mi vocación de novelista.

Mis hermanos por parte de padre: Pia Tafdrup de Dinamarca y Fernando Herrera de Colombia

El Gran hotel Bolívar queda ubicado en un centro neurálgico de Lima, pero sobre todo en el vértice de otro tiempo. Allí todo pertenece al siglo XX en el esplendor del art deco.  Tiene cúpula de vitral policromado, tiene ascensor de madera, todo posee la gracia y el encanto de anteayer, de una deliciosa atmósfera debilitada de película antigua. Ni siquiera la restauración de la que fue objeto en 1968, pretende restarle verosimilitud al hecho de que fue construido en 1924. Eso en cuanto a la estética, pues en lo que concierne a la administración, lleva el sello del gobierno local que apoya el sistema cooperativo.
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Habría podido contemplar y ensoñar algún parlamento de Humphrey Bogart, verlo sentado en una de las butacas del lobby fumando un habano. Hubiera podido percibir el flagrante coqueteo de Lauren Bacall contoneando sus caderas y sus pechos ante la mirada soslayada de un sinnúmero  de latin lovers. Pero Renato Sandoval, el demiurgo organizador del Festival tenía otros planes. El primer FIPLIMA tenía como país invitado a Argentina y la primera lectura de los poetas argentinos iba a realizarse en una sala de teatro a unas seis cuadras del hotel. Así fue como emprendimos la caminata, por las calles coloniales de Lima,  decenas de poetas en procesión. Ayudé a la casualidad a que me colocara para la peregrinación a la diestra de la poeta danesa Pia Tafdrup. Ya  la había escrutado en Youtube, quería conocerla, me había impactado la fuerza de su idioma, su  nervio, su tesitura, su ímpetu; la tensión en sus ganglios, en sus tendones, cuando se le erguía el cuello en función del poema sobre su padre que leía,  en una plaza pública, sobre todo a jóvenes atentos a su vehemencia. Pia aun olía a frio de primavera, acababa de llegar de Paris donde trabajaba en una traducción. Estaba muy preocupada, sus  maletas no habían llegado con ella, así que miraba de soslayo las vitrinas para el caso extremo en que tuviera que comprar al menos un par de zapatos para su primera intervención, la del día siguiente. El idioma inglés nos permitió rápidamente tender un puente de femineidad, una solidaridad instantánea, un intercambio,  una intimidad.  Caminábamos por el medio de la calle y aventuré un primer lugar común preguntándole  cómo fue que comenzó a escribir. Acostumbrada a contestarlo, me echó el mismo cuento que a otros periodistas del mundo: “mi padre me leía cuentos de Hans Christian Anderson desde muy pequeña y me inventaba otros todas las noches. Así descubrí mi vocación por la palabra y luego, cuando mi padre enfermó, yo le leía los mismos cuentos a él”. Poco a poco, en el transcurso de  la noche, supe más de ella, que su poemario “Los caballos de Tarkowsky” estaba precisamente dedicado a su padre que había sucumbido ante el mal de Alzeimer. También me dijo, ya cuando debimos tomar angostas aceras y no podíamos seguir marchando juntas, sino una delante de la otra, que su padre había sido perseguido por los nazis, que vivió en desesperanza el desasosiego, la persecución y que solo conoció la paz en el campo, en su hacienda, lejos, rodeado de plantas, animales y lecturas. No llegué a decirle, ni siquiera a la vuelta del recital de los argentinos, que también hicimos juntas, a pie y parándonos a cada rato para ver a los vendedores ambulantes que ya cerca de la medianoche son tolerados en las calles de Lima, que somos como hermanas por parte del mismo “padre” como vocablo. No llegué a hablarle del mío,  superviviente por excepción, conocedor igual que el suyo de persecuciones y duelos, de dolores y pérdidas y también de infinitos cuentos reales y ficticios, que mantienen afilado,  aun hoy en día, a cuatro años de su muerte, mi sexto sentido, el de escribir. 

Decenas de niños atrapaban la curiosidad de Pia: “En Dinamarca los acostamos temprano, a lo mejor somos demasiado estrictos” dijo la nórdica, con debutante saudade,  en  su primer contacto con la realidad peruana. Las maletas al fin llegaron, tarde pero completas. Pero Pía nunca dejó de preocuparse porque todo saliera bien. Así fue.  Pude verla, en  los días siguientes, como antes en el video, entregarse de cuello entero a la lectura de sus poemas y aun sin hablar danés, comprendí cada verso desde el acaudalado torrente de nuestra consanguineidad, mucho antes de escuchar la traducción al castellano.

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La plaza Kennedy llegó a ser durante el FIPLIMA uno de los espacios públicos más celebrados por los limeños. Peruanos de todas las edades y de diferentes procedencias sociales e ideológicas, escuchaban con fruición las lecturas de los poetas del mundo en diferentes claves, en múltiples idiomas, en variadas cadencias.  Los poetas, micrófono en mano, ocupaban el centro de un pequeño foso y se entregaban al apetito crecientemente hedonista de un público virgen, de oídos nuevos, de transeúntes sorprendidos, de amas de casa emocionadas. Todos, menos uno. Fernando Herrera, el poeta de Medellín, tomó la palabra sentado con el público.  Sus palabras hicieron presente a la natural muchacha de una pescadería. Del poema emanaban los olores y los quehaceres de su oficio. Pude constatar en sus otras lecturas, en otros escenarios, que Fernando Herrera es un retratista de momentos estelares, de aquéllos que involucran instantes en que la condición humana emana belleza, pero sobre todo el movimiento perpetuo de la naturaleza. Es pues Fernando un pintor a veces figurativo y paisajista pero siempre en la búsqueda de traspasar  al lienzo el movimiento. Como si anduviera a caballo. 

Finalizado el recital, conocí a  Fernando Herrera como protagonista de su propio movimiento perpetuo, el interno.  Empequeñecido el auditorio, reducido apenas a dos pares de amigos, en un hermoso apartamento particular y atendidos por un peruano encantador, se nos presentó ese otro poeta que es siempre el mismo pero nunca igual. ¿Dónde está Fernando cuando cierra los ojos? Aventuro aquí alguna posible respuesta: A veces, como esa noche en particular, se halla retrotraído a su infancia en Medellín. Al cabo de largos minutos espabila y nos habla de su padre, el Magistrado Herrera. “la persona que más he querido en mi vida”. Detrás de los párpados de Fernando Herrera permanecen intactas las cartas que intercambió con su padre cuando joven  declinó la academia por la poesía, en aquel Paris universal donde es posible perder el rumbo para verdaderamente encontrarlo. Fernando se yergue de su silla como potente histrión y declama de memoria en francés. Luego, a mi pregunta, nuevamente un tanto obvia, de si ha hecho teatro, responde, otra vez desde la remembranza, que si ha sido actor. “El magistrado Herrera montaba cada año, con sus hijos, una pieza de Moliere e invitaba para el estreno en casa a los demás magistrados. El magistrado Herrera lloró cuando supo que su hijo  había ganado el premio nacional de poesía, siempre entendió que su hijo sería poeta”. Cuando Fernando cierra los ojos puede sumarse a los de su padre.  Por eso sabe describir todo sobre la heredad, sobre la tierra y sus gentes, para recordarlo y mantenerlo vivo, pues como decía el mío, “nadie muere mientras perdure su memoria”

LA MIRADA MÚLTIPLE: UNA CONVERSACIÓN CON DOS QUEBEQUENSES, FRANCIS CATALANO Y CARL LACHARITÉ

Las terrazas de los hoteles son en sí mismas terrenos literarios. Quien tenga alguna duda, recuerde por un momento al menos dos buenos ejemplos, la del hotel chileno en el que el padre de Montano, el del “mal” que le hace sufrir Enrique Vila Matas, conoce a su alter ego o la de Lidia Jorge, en “La costa de los murmullos” donde dice: ¿Pero por qué me pregunta por los verdaderos nombres de las personas que bailaban durante esos dos días en la terraza? ¿Por qué insiste en ese hotel?

La del Gran hotel Bolívar es más literaria que cualquiera otra, de qué otro modo habrían podido convivir en ella tantos poetas durante cuatro días, hablando todos a la vez, bebiendo pisco, abrazando ideas, componiendo el mundo, ajustando cuentas con la realidad, torciendo su nervadura hasta convertirla en fantasmagoría. La  musa coincidencia coloca por un momento a los dos canadienses francófonos en mi zona de confort. Los he escuchado a ambos en sendos recitales, me han dejado con hambre. Provienen de la periferia de la lengua francesa, por ser  minoría en Canadá y extraña en Europa porque hablan con un dejo del sur, con algunas palabras reminiscentes del pasado pero con el convencimiento absoluto de sus respectivos derroteros.

Carl es además de poeta, patafísico, psicólogo y actor múltiple en performances pero también en la militancia diaria contra la indignidad. Además dibuja la ruta de sus pensamientos, de lo que siente, de lo que le dicta la dramática sustancia de su interioridad. Dice que sólo se puede ser fiel a la transformación del sujeto en la objetividad de la palabra. Sus palabras se atropellan, tiene 40 años pero siente que no le alcanza el tiempo para decirlo todo.
Francis es más recatado, sonríe desde el enigma pero no por ello oculta su ars poetica. Ahora más distendidos, nos enfrascamos en una discusión visual. La realidad divisada desde diferentes prismas. Carl quiere retratar en sus palabras al hombre que camina y simultáneamente al que se está viendo caminar. Por eso dibuja con manía los trayectos de esas miradas. Son líneas que se cruzan, que se separan, que se exaltan, que desaparecen en el vórtice. Son trazos que renacen de las sombras y acaban siendo arte aun antes de convertirse en poemas. Carl también involucra a su cuerpo en esas excursiones en procura de otras visiones.
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            La mirada astigmática – pretendo puntualizar
-          Sí, puede ser, creo que me comprendes, responde

Catalano simplemente nombra el título de uno de sus poemarios. Apenas pronuncia la palabra Panoptikon  cuando Carl y yo lo envolvemos con nuestra atención unívoca. Como si se tratara de la activación de una clave secreta, despegamos  con rumbo sideral. En la terraza del Gran hotel Bolívar queda la algarabía del poeterío reunido en festín. Nosotros, los pasajeros de la visión estrábica, microscópica, oblicua, telescópica panóptica, navegamos a la velocidad de la luz hacia ese lugar en nosotros mismos donde todo es posible, incluso disentir.

Nuestras  obsesiones toman formas diversas. Para Francis, el ser es observado por el ojo controlador del poder, una mirada invisible pero omnipresente ante la cual se escuda el poeta en su defensa contra el dominio del televisor,  de la computadora. Busca el antídoto que le devuelva lo humano perdido a los seres hipnotizados por la bestia cotidiana. Quién enciende a quien, se pregunta el poeta, se trata de un espejo ardiente, “se dirá que morir frente a él  a fuego lento significa ser teledevorado”. De allí que nada de lo cotidiano le sea ajeno pues le presta a todos los temas de la actualidad la forma de su excitante  inflexión.

Carl, en cambio, prefiere la divagación óptica, su visión caleidoscópica. Su intención la oscura claridad que ilumine y ensombrezca la página en blanco, como en  un lienzo revelador de las formas más genuinas de su entendimiento del mundo.

Habrá que aterrizar en la terraza del Gran Hotel Bolívar. ¿Pero por qué me pregunta por los verdaderos nombres de las personas que bailaban durante esos dos días en la terraza? ¿Por qué insiste en ese hotel?

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