Por Eva Feld
El premio Nobel de literatura equivale con demasiada frecuencia a la transformación de un autor en objeto, uno libelado, etiquetado, estigmatizado y encuadrado en los parámetros que sobre él sean establecidos por la industria massmediática. De ese modo, la cultura de masas lo convierte en un par de frases, que repetidas hasta el paroxismo, sustituyan, en el imaginario global, la forma y el contenido, el significado y la estructura de la obra, en consignas reductoras. Los premios Nobel de literatura, acaban siendo conocidos por lo que de ellos aparece escrito en las carátulas de sus libros y en la recopilación de lugares comunes. Es así como Le Clézio (2008), por ejemplo, fue un premio a la excelencia en el manejo del francés escrito y a la mirada prismática sobre lo multicultural. Pamuk (2006): una bisagra entre Europa y Asia, un turco moderno, con memoria histórica pero con licencia poética. Jelinek (2004) sinónimo de fobia social y discurso de aceptación grabado en video. Sartre (1964), posición política frente a la Academia, único caso de renuncia voluntaria a la aceptación del premio. Este año, la sorprendente asignación del premio a la escritora rumano-alemana Herta Müller, la convierte en la décimo segunda mujer laureada, en abanderada de la lucha contra toda dictadura y vocera de la desesperanza en clave poética.
Descifrar a Herta Müller, comprenderla o inferir en sus textos otras provocaciones, fumarolas, entender su mesticia y sus deposiciones musicales o pictóricas implica otro calibre de esfuerzo. Müller ofrece un fresco cubista de la realidad, su palabra, como la paleta de Juan Gris, descompone aquello que refleja: en haces convergentes en cuanto al contenido, pero divergentes según el significado de las palabras que emplea para narrar o para describir una realidad simultánea y paradójicamente condensada y diluida en una narración poética en la que no crea trama ni pathos, ni verdaderamente desenlace, aunque contenga traición, violación, corrupción, infidelidad, suicidio y otras muertes. Al menos es lo que sucede en La piel del zorro (Plaza & Janes 1996, traducido del original Der Fuchs War Damals Der Jáger 1992) Si bien es cierto que las 254 páginas del libro están cubiertas por una pátina de miseria, excrementos, semen y sangre; de imágenes, aliteraciones, metáforas y símiles; de conocimiento de la realidad y reflejo del alma, la clave maestra de su narrativa reside en desdibujar aquello que ya se ha visto, leído y escuchado sobre la sordidez en la Rumania del dictador al convertir en sujeto a los complementos circunstanciales de sus, muchas veces, incomprensibles o repetitivas frases. Es así como en La piel del zorro existe, en su versión en castellano una falla de origen: el título mismo. El libro en alemán (y también en francés) se titula El zorro ya era el cazador. Un detalle trascendente para la comprensión del estilo de Herta Müller, pero también de su personalidad poética. El sujeto lleva implícito todo aquello que ha vivido. En los ojos del que ha visto siguen vivas esas imágenes, forman parte de él, pero además aquello que se ha visto también tiene vida propia para que pueda seguir siendo visto. De ese modo, la piel del zorro, leit motiv de la novela, representa la malévola astucia del animal que aún cuando yace inerte ya es el cazador, uno que es aun más astuto que el zorro y que sigiloso vigila; omnipresente vigila; acechante vigila. Todos los demás personajes son sus presas, incluyendo al idioma no oficial, al himno nacional anterior a la dictadura, a cualquier atisbo de adrenalina contestataria.
Sin embargo, la piel del zorro no era en la vida real de la Rumania comunista un recurso retórico (escogido por una autora para martillar el oído interno de sus lectores con una imagen significativa), sino un símbolo de distinción social. Las mujeres que podían llevar una pelambre de zorro al cuello eran las más afortunadas y envidiadas de las comarcas, llevaban las patitas del zorro colgando sobre el pecho y se ufanaban de ello. Sobre todo cuando el zorro era argentado pues ese era importado de la Unión Soviética. De manera que el zorro que atraviesa la novela de Herta Müller se descompone y se recompone como la herida de un hemofílico, sin cicatriz posible. La clase media se desangra: médicos, abogados, maestras, son sustituidos en sus cargos por operarios. El poder lo detentan porteros, criadas, conserjes que tienen el poder de denunciar. Como poder tiene el capataz de la fábrica para morder las ingles de las obreras y hacerlo como masticando semillas de girasol, que luego se escupen. Sólo que Herta Müller no ofrece explicación alguna, las cosas pasan, los personajes saben lo que saben, la palabra, montada como un arma, dispara.
Los vocablos, cuando percuten en alemán, abren aún más esas heridas. Se lo dice Herta Müller a Carlos Aguilera, en una extraordinaria entrevista publicada en la revista Crítica de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, en junio del 2008: “Cuando traduzco algo del rumano al alemán todo se vuelve ordinario, obsceno”. Sólo que ella escribe directamente en alemán. Sus libros no aparecen como publicados en Rumania, han estado prohibidos.
Cualquier parecido con el fenómeno vivido por Kafka, salvando las diferencias, puede llegar a ser relevante. Ambos escritores en lengua germana, encontraron en el idioma local (en el checo él, en el rumano ella) el significado de los sentimientos nobles a través de las canciones populares, de las fabulas, de los mitos. Ambos han hecho brotar de su bilingüismo una esperanza. La palabra, pronunciada en otro idioma, es otra, como otra es la lengua que la pronuncia. Müller ofrece en la entrevista con Aguilera otro ejemplo, no el del zorro, sino el del faisán: “… me fascina el idioma rumano. Igual que sus contradicciones. He escrito un libro titulado El hombre es un gran faisán en el mundo. Ése es un giro rumano. En rumano es muy frecuente decir “He vuelto a ser un faisán”, que significa: “He vuelto a fracasar”, “No lo he logrado”. O sea, en rumano el faisán es un perdedor, mientras en alemán es un arrogante fanfarrón. Como se sabe, el faisán es un ave incapaz de volar, vive en el suelo. Cuando empiezas a cazar y todavía no sabes hacerlo bien, cazas faisanes. La presa más fácil, puesto que el faisán no puede escapar. Los rumanos han incorporado ese rasgo a su metáfora. ¿Y cuál han tomado los alemanes para la suya? Las plumas, el plumaje, lo cual es muy superficial. La vida del animal no interesa a la metáfora alemana; a los rumanos les interesa la existencia del ave, y eso me fascina. El faisán rumano ha estado siempre más cerca de mí que el faisán alemán”.
Por otra parte, sin embargo, la organización gramatical en las frases de Müller remiten más bien al alemán que al rumano, de allí la dificultad para el traductor. Para muestra y para concluir, algunas muestras de ello. Muestras también de una ideología libertaria, de símiles aplicables, acortando las distancias, a otras dictaduras:
• Las maldiciones son frías: No necesitan dalias, ni pan, ni manzanas, ni verano. No son para oler ni comer. Solo son para arremolinarse y tumbarse, para rabiar brevemente y permanecer largo rato en silencio. Bajan el latido de las sienes hasta las muñecas y suben el sordo palpitar del corazón a las orejas. Las maldiciones se intensifican y se asfixian. Las maldiciones que se quiebran no han existido nunca.
• La letra de todos los días de colegio, las letras caen de espaldas en una palabra; y en la siguiente de bruces. Y las verrugas en los dedos de los niños , la mugre en las verrugas, cadenas de verrugas, de bayas grises, dedos como cuellos de pavos. Las verrugas se transmiten también por los objetos, ha dicho Paul pasan de una piel a otra… La tiza raya la pizarra cada palabra escrita podría convertirse en verruga…
• Sobre la frente del dictador hay un pulgón que se hace el muerto… Cuando uno está mucho rato sentado en el bar, el miedo se instala y aguarda. Y cuando uno vuelve al día siguiente, ya está instalado allí donde uno se sienta. Es un pulgón en la cabeza, que nos e escabulle. Cuando uno se queda mucho rato sentado, él se hace el muerto.
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