Gas letal de Cují herido
por Salvador Garmendia
Feld: "Escaldado, ampollado y enajenado yace Mallat en Lara.
Incongruente criatura desimantada del Norte./Yérguete desértico anaranjado/oasis trasvestido/flor macho cabrío"
Llegará el día en que esta columna salga un domingo a la calle en sostén y pantaletas. Ya me habían advertido que el Ojo de su título estaba dejando de ser de Buey para convertirse en Ojo de Mujer; pero, qué culpa tengo yo si las escritoras están mejores cada vez y mandando en la literatura como si las letras fueran un hogar donde se limpia, se friega y se riegan las matas y se riega la cama y se "pare" lo menos que se pueda. Ellas mandan en la casa de las letras como les da la gana; mandan mondas, desnudas, descarriladas, bocas sueltas, disolutas y llenas de risa. En este momento de truculencia nacional, cuando el humor es el único sustento que nos permite pasar un día más casi sin darnos cuenta, ellas demuestran poseer en su literatura, el punto secreto de maldad sin recato ni respeto humano, que abre la carne y penetra de punta en la verdad. Las nuevas de esa acometida nos llegan en pequeños libros que apenas se sienten en las manos. Se abren por la mitad y uno se los puede llevar a la boca y chuparlos con facilidad como si acabara de abrir una fruta y estuviera a punto de sorber su culpa. Sólo que esta vez la experiencia se ha detenido al borde de los labios, porque el fruto que acabamos de abrir es el libro de Eva Feld, Mujeres y escritores más un crimen (Warp, 1999) y lo que se levanta en su primera página es un objeto duro y espinoso. Un Cardón: "Falo lanza-púas/auscúltate presagioso exprimiéndote datos/¡Huye! Filamento subterráneo". Ese cardón se me hace conocido desde el olor. La lujuria del "dato" mordido resbala por las junturas de mis dedos como por entre-piernas. Y puedo decir que es el mismo cactus columnaris que me ha estado mirando de lado desde mi infancia, cuando escurría el cuerpo por entre los tunales de mis sabanas en el estado Lara; lecho de un mar desecado, según la opinión de antiguos geólogos. Sé que le he corrido delante a ese erizo de mar transmutado, intentando hurtar mis tobillos flacos a la acometida de sus púas, y era como si escapara de un fósil impensable que escupía sus espinas por la boca contra mis canillas. Lo asombroso del caso es que Eva Feld ha hecho posible para mí, ya al final de mi vida, que las sabanas de Carora echaran por delante al más espigado de sus símbolos, el Cardón, así como al más arrogante de sus machos, el chivo, y se me aparezcan en no más de tres páginas tomando la forma atrabiliaria de un crujido de consonantes, que se rompen entre labios resecos. Es parte del delirio incomprensible de un finlandés, experto en maderas y sequías, que ha sido víctima de una insolación en pleno desierto caroreño, durante una expedición científica, que marcha por aquellos tunales intratables. Sangran los pies y se recalientan las molleras como lo relata Eva en su texto: "Escaldado, ampollado y enajenado yace Mallat en Lara. Incongruente criatura desimantada del Norte./Yérguete desértico anaranjado/oasis trasvestido/flor macho cabrío". En este momento, la página está oliendo a tierra escaldada y a poesía, aunque debía tratarse de un cuento; pero no importa: los géneros no existen. El descubrimiento ya es viejo, pero todavía casi nadie le hace caso.
Por cierto, debo admitir que no tengo otras noticias acerca de la existencia de Eva Feld, que no sean las muy escuetas líneas que aparecen en la contratapa de su libro. Nació ayer: 1949 y al parecer ha ido del periodismo a la literatura. Hubiera querido saber algo más de la autora; pero de todas maneras me quedo con una escritura plena de desafíos, quiebres y sacudidas como de tic nervioso, que va organizando esas astillas en vitrales, a medida que entramos en las páginas. Al final, hemos dado con un arte de narrar desprejuiciado, sarcástico y algo presuntuoso, tal vez, pero siempre con los humanos pies bien pegados al piso; sea este el suelo calcinado de las sabanas de Carora o la felpa recién desinfectada de la moqueta vino tinto de un piano bar. En esa escritura kaleidoscópica, el más pequeño giro de la mano hace que las figuras del entorno alteren su acomodo. La visión escapa de su centro y las geométricas contracciones de la frase, como si fueran sorprendidas en un trance epiléptico, terminan por arrastrarnos también, con los pies descalzos, brincando como saltimbanquis por una superficie fragmentaria, imprevisible. El caleidoscopio recalentado, ha seguido girando entre los dedos del finlandés errante, navegador de sequías y resolanas. Los ronquidos de su lengua seca se confunden, entre las astillas de sus ideas, con el arrullo de un mayoral lapón que conduce una manada de renos. Y nos cuenta, traviesa, Eva Feld, "Nunca antes, ni aun cuando el miedo enturbiaba su respiración, durante la amenaza rusa, en Helsinki, había escuchado Mallat el ritmo de su pulso a galope, acaso únicamente comparable con aquella vez en Budapest, cuando una húngara pelirroja y endiablada casi le rompe la vida de tanto paroxismo y persecución". Pero, en eso, el cielo se oscurece y empiezan a sonar los truenos de La Tempestad de Jean Sibelius. Por tanto, sólo quedan para ser pronunciadas las frases de la extremaunción: "Gas letal de Cují herido/espabílalo/y ahuma la sangría del sacrificio".
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