sábado, 13 de septiembre de 2008

El García Márquez que debía tener nombre de mujer





por Eva Feld

El escritor colombiano, con amplia estadía e impronta en Venezuela, G. García Márquez, en verdad otro es. No nos referimos a aquél de prodigiosa memoria que lleva más de cuarenta años contándonos historias en las cuales se funden sus recuerdos con el imaginario colectivo latinoamericano y a cuya sombra se arriman por igual lectores, escritores, periodistas para encadenar en perpetuo móvil, una realidad mágica arquetípica; ni a ese Midas de la literatura que ha sabido convertir en oro casi todo cuanto ha escrito y cuyo oficio se enseña en Cartagena para garantizar a perpetuidad su sello, su cuño, su franquicia.

La biografía del escritor G. García Márquez que nos ocupa se parece enormemente a la de la mayoría de los escritores a quienes se les escucha poco y se les publica menos y cuyo recurso anecdótico se ha ido disolviendo por efecto de la metáfora. En el caso de G. García Márquez acaso la sobre exposición de sus memorias las ha adelgazado hasta el punto de sólo recordarlas a través de las versiones que de ellas le proveen las palabras del Gabo. Así es, pues padece de isquemia cerebral.

G. García Márquez se desempeñó en Venezuela como empresario y como diplomático colombiano y obtuvo como ganancia el afecto y el reconocimiento fraterno de numerosos amigos y colegas que vieron en él, más allá de su apellido, la complejidad del escritor y la transparencia del hombre. Así han hablado de él, poetas y narradores como Elena Vera, Marisol Marrero, Carlos Brito, Lidia Salas y más de los catorce escritores que se reunían los martes a leerse y que al cabo del año 1991 publicaron un libro antológico bajo el título de "Quaterni deni", para dejar constancia del colectivo.



G DE GUSTAVO NO DE GABRIEL

Gustavo García Márquez vivió en Caracas y en Barquisimeto y alegró con su presencia numerosas reuniones. Aconteció en una de ellas, en que la noticia de su parentesco directo con el premio Nóbel colombiano tardó en difundirse entre los asistentes, que sintiéndose inadvertido me habló, sin conocernos, de sí mismo. Habló de fábricas y de dificultades, habló del amor conyugal y de sus hijos. Su voz fluía viril desde la espesura de unos bigotes muy poblados. Un tenue haz iluminaba las comisuras de sus ojos pardos, apenas se adivinaba por el escape de dos o tres palabras su procedencia colombiana. Sólo al verse descubierto en su origen aracatano me reveló en una sola frase su identidad: "Soy Gustavo García Márquez, el otro, y también escribo".

Protegida por la inocencia y la inexperiencia quise saber más de él, lo laceré con impertinencias de todo tipo: que si había publicado, que cuál era su temática. Al fin le propuse: "Sería bueno que escribieras bajo pseudónimo para que nadie pueda compararte ni vincularte con tu hermano. Pienso que lo ideal sería incluso que usaras un nombre de mujer. ". No hubo un ápice de conmiseración ni de burla en su respuesta: "Voy a pensarlo" dijo con una sinceridad ejemplarizante. Esa misma noche, a solas y víctima de insomnio especular, quise hallarle nombre pero sólo lo logré inventándole también un cuento, uno de mis primeros. Lo titulé "Galatea" ( Mujeres y escritores más un crímen, Ed Warp, Caracas 1999) Ése debía ser su pseudónimo cuyo apellido Hemera, pudiera vincularse mediante su raíz griega con los Buendía de Macondo.

Cuando volví a ver al enigmático escritor, a la pregunta de si había seguido mi consejo, me respondió críptico: "Isis". Nunca supo de mi Galatea, tampoco yo llegué nunca a leer nada de Isis.

Unos días después cayó en mis manos "Quaterni deni"; allí leí de Gustavo García Márquez su cuento "La eterna tarde de los espejos", del cual ofrecemos a nuestros lectores un mínimo extracto.



LA ETERNA TARDE DE LOS ESPEJOS

Era marzo, en los tiestos de flores que había en la ventana parecía mayo, y dentro en el recinto de la sala, el tiempo, detenido por la espera iba gastando la noche.

Al fin los vimos entrar. Se acercó a nosotros abriéndose paso por entre la niebla densa y glacial del cuarto de hora para las ocho. Afuera las nubes destartalaban la superficie de la tierra con una llovizna de agujitas plateadas. Venía tocado con una gorra de lobo de puerta fluvial, un espeso mostacho de morsa adulta, la cara de niño triste, pero los ojos vivos de quien recuerda todo lo leído. Con el brazo napoleónico sostenía un libro de cuentos y un cartucho de video-tape. Era el mismo de la noche anterior, la misma indumentaria, igual bigote y la misma mirada de ver la osa mayor, sólo que esa noche, a diferencia de la anterior, no traía consigo la voz de cantar aires llaneros ni el cuatro.

Inmersa en el congestionado e indefinido espacio de los dos espejos antepuestos como los largos callejones que me repetían infinitamente y me producían el vértigo caleidoscópico de su intimidad, lo vi llegar frente a mi y decir: "Estoy dispuesto para la travesía Patriarca", entonces lo vi más cerca a la cara, jamás le había hablado de los espejos, pero ahora, yo estaba convencido de que él interpretando mi intención, tenía en la mirada la convicción de saber exactamente lo que yo pensaba. Hablábamos sin decirnos una sola palabra y hasta discutimos el plan sin usar la voz. Miramos los espejos como dos estanques de aguas invisibles con intenciones de bucear, perpendicularmente a la superficie de azogue. Días más tarde, Juan José me contó algo en que coincidimos perfectamente, "El secreto está en vencer el aturdimiento del primer instante en que el presentimiento del cristal roto se desvanece ilusorio, luego se desbanca la atmósfera común y se entra en la densa profundidad sin atmósfera, los poros se dilatan y el tiempo se detiene en una eterna tarde. "Dentro de los espejos, siempre es de tarde".

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