Por Eva Feld
La línea óptima entre dos puntos es la más larga, la curva
más sinuosa. Cuando se anda en moto, sobre todo en una de alta cilindrada, el
viaje en sí supera en importancia y en hedonismo el interés por el destino. El
trayecto es lo que cuenta: bajadas en tirabuzón, ascensos en espiral. Se trata de desafiar a la gravedad en la
inclinación de los cuerpos, unos que a lomo de máquinas aceleran o frenan,
según se ubique el ápex; de acuerdo a como vayan surgiendo en el pavimento las líneas blancas que delimitan el sentido
de la ruta. Se trata de un ballet con
música de combustión interna, de una ópera dramática en la cual por más que se
prolongue el recorrido, éste siempre acaba.
Acaba con el final
del día, alrededor de una mesa, con los comentarios de cada conductor
precisamente sobre cómo ha ido el día. Los cuentos de los moteros llegan a
parecerse a los de los pescadores: igual que ellos, van agregando tamaño y
dificultad a sus hazañas. Algunas de sus historias llegan a ser tan
inverosímiles que estallan en franqueza, en muecas de empatía, en solidaridad y
en risa. A veces la realidad supera las
exageraciones, como le ocurrió a Ray a ciento treinta kilómetros por hora, al verse
enfrentado, cara a cara, con una culebra asomada en el tablero.
Cada vez que intentaba sacársela de encima, la víbora
se devolvía a su escondite. De no haber sido por algunas fotos parciales de la
culebra, que tomó su esposa desde el asiento trasero, habríamos podido
atribuirle a nuestro amigo una nueva condecoración a su ya bien habida
condición de fabulador. Pero la culebra era de verdad. Nos orillamos en fila
india con las motos y uno por uno inventamos ardides para hacerla visible: los
que fuman le echaron humo de cigarrillo para que huyera de lo que todos creímos
confundiría con un incendio; muchos nos afanamos en tocar la corneta atronadora
para que saliera aturdida, otros intentaron con una rama llegar hasta su
escondite, pero todos nuestros intentos fueron vanos. Reemprendimos pues la
marcha, las cinco motos más una culebra corsa. Se podría decir que llevaba
urgencia de llegar al continente. Venía enrollada desde San Lorenzo de Córcega,
tomó con nosotros el ferry hasta Marsella, pero pretendía llegar más
lejos. La vibración de la moto la hizo
finalmente emerger de su escondrijo y enrollarse justo al lado del velocímetro
que marcaba nuevamente ciento treinta kilómetros por hora. El diestro piloto
logró entonces botarla, valiéndose de una rama que cargaba, su esposa. Ella, por
su parte, aún se lamenta de no haber podido
tomar esa última fotografía de la culebra entera, enrollada justo al lado del
velocímetro, seguramente digna de concurso.
La anécdota de la culebra fue, digamos, el corolario
de un viaje extraordinario en moto por las islas de Cerdeña y Córcega. ¿Cuántos
adjetivos nos es dado imprimir en un texto sobre la naturaleza de esas islas?
No alcanzarían hipérboles ni superlativos para describir sus aguas, ora
turquesas y superficiales, ora casi negras en su insondable profundidad
volcánica. Los pilotos apenas reparan en semejantes matices, las curvas
requieren toda su atención, a veces llegan a ser cerradas e inclinadas otras
veces abiertas pero con efecto. Los caminos insulares ofrecen sorpresas y
abruptas apariciones. La concentración de quienes conducen apenas les permite
registrar por el rabillo del ojo aquello que, en cambio, consumen las pasajeras
como ambrosía. La sequía de Cerdeña en el inclemente estío muestra sus aristas en la canícula, en la aridez, en el sofoco.
Las montañas blanquecinas evocan épocas ignotas, invitan a perder la mirada en
sus ranuras, en sus turgencias, solo que la velocidad se lleva consigo las
ansias de explorar esos contornos salitrosos o de comprender el carácter de los
sardos. En otros momentos, pocos, los moteros se permiten un respiro más
turístico a orillas de un mar añil colmado de visitantes, pero en verdad
prefieren regresar a la velocidad y al desafío, a la brea y a la combustión, a
la adherencia y a la inclinación, al sonido redondo de sus poderosas máquinas,
las cuales, bien lo gozan, solo mediante ellos cobran potencia. Los pilotos, en
perfecto engranaje con sus motocicletas, en una simbiosis, en una precipitación
de adrenalina con gasolina y de sangre con aceite, se convierten en los dioses
todopoderosos de las autovías.
Dioses sensuales según su naturaleza humana, dioses
que se rinden de buena gana ante la gastronomía sarda pues en verdad merecería un capítulo aparte. En la vía entre Puerto Torres y Alghero, una
parada obligatoria es una ensenada desde donde se divisa el Castelsardo, allí
se come el pescado del día, en un ambiente marinero. Pero en Europa el horario
de la comida no comprende excepciones, a la hora de nuestra llegada ya no la
servían. Al preguntar por alternativas, se nos recomendó ir al restaurant Da
Hugo, a poca distancia. El destino quiso que el almuerzo se nos fuera
convirtiendo rápidamente en festín: no menos de diez tipos diferentes de
mariscos, moluscos y pescadillos fueron apenas el antipasto servido por la
presurosa hija de Hugo, un sardo de toda ley, para quien son mandamientos la calidad, la cantidad , la hospitalidad y
la variedad. Camarones, calamares, manta, boquerones, mejillones y otras muchos
mariscos, moluscos y pescados,
macerados, fritos, al vapor, guisados, estofados, en escabeche, a la
plancha…Hubo que pararle la marcha para darle cabida a los espaguetti alla bottarga, una delicia al paladar
que consiste en revestir las hebras de pasta con una mezcla de huevas de
pescado y aceite de oliva hasta hasta que adquieran un característico color
rojizo, cero salsa. Aún faltaba el plato principal, por supuesto de pescado,
los postres y el café, para comprender la consigna de Hugo Cossu, que reza asi: “Tutto cuanto che non
conosci”.
Luego supimos
que el sitio de Hugo es visitado por celebridades del mundo entero y que recibe
reservaciones con muchos meses de antelación. En sus bodegas guarda los mejores
vinos y champañas, pero su mayor orgullo radica en que jamás se sirve en sus
mesas productos congelados. Todo se prepara al momento, asimismo es el tiempo
de espera, es decir,un frenazo en la ruta acelerada de los moteros. Ahora
sudorosos y ahítos, cuesta lo suyo investirnos con chaquetas y cascos, guantes
y botas para seguir la ruta. Pero la estela de los aromas de ese almuerzo nos acompañará
por mucho tiempo.
Nos queda por conocer el burgo colonial del Alghero y
volver a comer comida sarda, aún resta degustar los quesos, los vinos insulares
consistentes con su áspera procedencia y sin embargo delicados en el
acompañamiento de frutos del mar o de corderos. Todavía no sabíamos que
llegaríamos sin proponérnoslo a una península ubicada en el extremo noroeste de
Cerdeña, donde los diez tripulantes de las naves alquiladas en Barcelona,
perderíamos el aliento y nos convertiríamos en instantáneos japoneses en
nuestro afán de registrar cada ángulo en nuestras cámaras y teléfonos
celulares. Acaso el dato más curioso que surgió de esta breve parada, fue el
que aportó Gil al descubrir que el lugar se llama Capo Falcone. Con su habitual
buen humor parangonó nuestro Estado Falcón venezolano con ese paraíso terrenal
y consiguió además de las analogías geográficas
y numismáticas, razones históricas entre ambos puntos. Sus ojos como los de
todos los demás se llenaron en ese lugar del esplendor del horizonte marino,
del resplandor de las arenas y de la visión de montículos insulares más
distantes. No podría decirse si ese fue el momento más feliz de su viaje. Hubo muchísimos.
Además, de oficio conciliador, de
temperamento arbitral, de profesión “alquimista”, él es un hombre feliz: El
fiel de su balanza, su esposa y copilota, es madre de sus hijas, abuela de sus nietos y portadora
de su piedra filosofal. Lo que sí se sabe de él es lo bien que baila. En
Ajaccio, ya en Córcega, los turistas hasta le tomaron fotos cuando al son de un
saxofón dio rienda suelta a su cuerpo en plena calle, alegrándonos la tarde a
todos con su vitalidad, con su ritmo y con un despliegue de pasos, de gestos,
de muecas y de palmas.
Córcega
Llegar a Bonifacio por mar es una alucinación. El
barco se va adentrando en la montaña produciendo una cópula extática. La lenta
penetración del navío en las paredes pedregosas de la isla, en los abruptos
riscos coronados por un fantástico burgo medieval, en las cavernas misteriosas
de la historia universal llega al clímax al atracar en una ensenada de ensueño
o de película. Podría uno encarnarse en Grace Kelly o en Ingrid Bergman para
protagonizar un filme romántico o evocar una persecución al viejo estilo James Bond.
Es ese lugar en el que se conjugan los elementos para robarle a uno la
respiración hasta el último estertor.
Córcega se ufana de su afrancesamiento, en la mesa
como en la estética, en el idioma y en su abolengo vinculado a Napoleón
Bonaparte. Su densa historia de luchas y de invasiones, de enfrentamientos y
alianzas, de sometimientos y rebeliones ha dejado huellas e historias de las
cuales los corsos procuran contarnos lo más posible. Una de las muchas se
refiere a las casi doscientas torres genovesas, a través de las cuales se
ejercía en su momento la defensa de la isla. En tiempos de invasiones se
quemaba monte para pasar mensajes a través del humo si era de día y a través de
las llamas si era de noche. El corso que
nos hace el relato, ríe de buena gana y agrega: “no había celulares ni internet
como ahora” luego se enseria para hablarnos de temas más ceremoniales, del
enterramiento de los deudos, del homenaje de los caídos en las guerras
mundiales, de las epidemias y las hambrunas del pasado.
En Ajaccio, la capital y ciudad natal de Bonaparte, es
un privilegio para los lugareños vestirse de época y deleitar a los turistas
con sus trompetas y manierismos. En el mercado de la calle, es posible
conseguir quesos y jamones, frutas frescas y especias, aceites y dátiles,
cordero y mermeladas, olivas de todos los colores y tamaños, panes y tortas,
turrones y tomates, berenjenas y pimientos… Hay productos nacionales y de otras partes del
mundo. Es uno de los momentos sensoriales para Marco, no solo porque disfruta
del espectáculo y de los olores, de la variedad y del movimiento, sino porque
le agrada conversar con las gentes, hacerles preguntas sobre su procedencia,
saber de sus vidas y quehaceres, Seguramente luego, cuando nuevamente se
emprenda en la moto, rememore y rumee todos los sabores gustosos de cuanto
paladeó y escuchó, mientras su querida copiloto, mapa en mano, le vaya abriendo
el apetito con datos sobre el rumbo. Ella lleva siempre el mapa consigo para
complementar las rutas que señala el GPS. Ella es el sexto sentido: el de la
orientación…
La belleza de Córcega sobrecoge, a ratos la ruta se
adentra en riscos de arcilla, en esculturas que parecen talladas por un artista gigante.
Se entusiasma uno ante la insólita creatividad del universo. Del otro lado,
siempre el mar en serpentina.
Cuando acaban los riscos arcillosos, aparecen paredes
de roca, de piedra caliza, de variadas tonalidades; surgen arboledas, pueblos
incrustados, viñedos, fincas y encuentros con centenares de moteros y de
ciclistas del mundo entero, jadeantes por el esfuerzo y boquiabiertos, como
nosotros, ante tantas maravillas.
Gil y Ray llevan días tratando de convencer a Isaac de
girar sutilmente el manubrio en dirección opuesta a la curva para mantener la
inclinación adecuada de manera de facilitar la toma de la siguiente. Es decir,
“cuando las raya en el pavimento se abra como si fuese una tijera” Isaac lleva a su Alegría en el asiento
trasero y ambos se mueren de la risa en el intento. Una risa contagiosa y
adictiva pues ambos convierten la tijera en el chiste y el retruécano del viaje
arrancándonos a todos buenas carcajadas.
El viaje no termina en Bastia sino que se prolonga en
Ferry hacia Marsella y de allí hacia Andorra y Los Pirineos. Esta vez las curvas sinuosas se vuelven
frescas y hasta frías, hemos pasado de 36 grados centígrados a diez; del mar a
las montañas, del medioevo a la modernidad, de las islas al continente. Las
cinco motos en formación, en la vastedad del universo, a la vista de las nieves
perennes, de pinos y eucaliptos, de vacas y ovejas. Hemos atravesado el pujante
comercio de Andorra, las impolutas autopistas pagando peajes por cada trecho de
rectas infinitas, hemos comido en italiano y en francés, en corso y en sardo. Ahora nos toca
nuevamente en catalán y en castellano. De regreso a Barcelona a devolver las
motos con los cauchos gastados (algunos hasta el acero), cada uno con nuestros
cuentos, con nuestros kilos de más, con recuerdos imborrables y con el deseo de
reemprender la aventura en dos ruedas lo antes posible.
Pd: Los nombres de los protagonistas han sido
modificados para proteger a los inocentes, aquí la única culpable es la autora.
Culpable de fabular, de inventar, de añadir y de editar.
Junio 2014