Eva Feld
Tres mil
quinientos kilómetros en dos extraordinarias semanas a lomo de motocicleta no pueden ser recogidos
en palabras: Harían falta muchas más onomatopéyicas de las que existen en el
diccionario, también sería imprescindible un elenco mayor de interjecciones y
exclamaciones, pero sobre todo sería
menester emplear un tiempo verbal que fusionase el presente continuo, el
gerundio y el pasado simple, lo cual redundaría en un yo sostenido, pues no se
puede negar que el cabalgar a toda velocidad acelera el propio corazón y
catapulta la emoción siempre en la primera persona del singular. Aquello que se ve en un instante
deja de existir en el siguiente. Pongamos por caso un par de venados a la
orilla del camino. No acaba uno de registrarlos en la retina, cuando aparece en
medio de una reverberante arboleda un
inmenso lago cuyo horizonte queda pronto sustituido por el astro más luminiscente. Ése que en la hora
meridiana del verano convierte el agua en hojilla de plata refulgente en continuo
movimiento. Se genera una nostalgia instantánea cuando una
curva nos aleja de su resplandor o cuando se atraviesa en el espectro visual
una gandola infinita o una caravana de casas rodantes. La nostalgia también es
tránsfuga, no existe tiempo, en la moto, para que se instale ninguna, pues
cuando la civilización de combustión interna intercepta la mirada en una
dirección, siempre queda otra: las nubes estrafalarias, los pájaros peregrinos,
el otro costado de la ruta y la propia sombra proyectada sobre el pavimento.
Una que luce mitológica: pies de ruedas, cuerpo de animal desbocado y
macrocéfalo por el efecto del casco.
Dicho esto tan
subjetivo, tan intangible y volátil, que cobre espacio algún dato verificable,
como el itinerario, por ejemplo. Primera parada el lago Erie en Pensilvania, uno de los llamados “Grandes Lagos” cuyas
aguas alimentan el lago Ontario, el cual se derrama en las Cataratas del
Niágara en su paso hacia el río San Lorenzo para finalmente desembocar en el
Océano Atlántico. En la ciudad de Erie, hay alborozo pues justo se celebra un evento motero en la
calle principal que conduce al lago, en las cervecerías no cabe un alma. Hombres
y mujeres con atuendos de cuero y bandanas multicolores comparten a gritos sus
travesías, sus peripecias, sus aventuras. Sobre el lago sopla un viento
constante que refresca a los pescadores de orilla y emociona a los
veleristas en torno a las boyas que
signan el circuito de la regata vespertina. A las siete post meridien aún les
quedan dos buenas horas para medirse en ceñida, amurados a estribor, para la
partida y luego, en zigzag hasta alcanzar la próxima marca y finalmente, desplegar
hermosas velas, que semejan paracaídas, para avanzar más rápido en la empopada.
La meta del
próximo día es Albany, la capital del Estado de Nueva York. Una breve inmersión
en unos Estados Unidos auténticos, con edificios históricos, con gentilicio y, por
qué negarlo, con una gastronomía que rompe con la tradicional comida insípida y
repetitiva del midwest americano de donde arrancamos. El sitio se llama
Macguire y anuncia buen pescado y mejores mariscos. Resulta una combinación deliciosa el matizar con sabores
y aromas exquisitos la sorpresa ante las edificaciones centenarias. El palacio
judicial, la casa de gobierno, las iglesias del siglo XXVII, alguna calle
adoquinada, pequeños teatros, cafés, bares. Pujante vida urbana que vista a
vuelo de pájaro luce ideal sobre todo para la comunidad universitaria que a esa
hora de la tarde/noche va tomando posesión de todos los espacios, el sonoro, el
visual y sobre todo del etílico…
Si es domingo es
Boston y Cambridge: El propio sincretismo. Allí convive el pasado con el
futuro, la tradición con la innovación, el desafío con la ensoñación, la poesía
con la ingeniería, la historia con la ciencia ficción; los edificios
ultramodernos, alguno incluso a base de latas en reciclaje, con cenáculos
universitarios que se remontan a los comienzos de la vida académica:
perfectamente delimitados se distingue el centro financiero y los vastos espacios
peatonales, comerciales, deportivos, culturales, étnicos, recreacionales,
culinarios. Boston bulle. Sus habitantes
incluyendo a los gobernantes no permiten que el duelo por los caídos, por los heridos ni por las pérdidas
millonarias causadas por el terrorismo durante el último maratón emblemático de
su ciudad, los desalme. Quedó trazado en el recorrido del autobús turístico el
lugar del dramático acontecimiento pero también la determinación de superarlo
tomando mayores previsiones. Menos lamentaciones y más soluciones parece ser la
consigna de quienes allí viven. Por
cierto que Boston suma el mayor porcentaje de luminarias de Estados Unidos, sin
que los estudiantes que asisten a sus famosas universidades se dediquen
exclusivamente a quemarse las pestañas estudiando. Los de M.I.T, por ejemplo,
suelen gastarle bromas a los transeúntes. Eso sí, bromas de gran altura… Una vez, por ejemplo, se apropiaron de una
patrulla de policía, la desmontaron por completo para volverla a armar en la
cúpula de la universidad donde le colocaron al lado un muñeco vestido de
policía con su caja de donuts gigante…
Y es que en Boston el ambiente da para
eclecticismos. No en vano ha
adoptado el estado Maine la consigna de
“vacaciolandia”. Apenas se traspasa la frontera, aunque sea un lunes, se respira un aire de lisura y bienestar. Sólo una queja, desde el mapa se tiene la ilusión de que los
caminos bordean el océano y no es así. Apenas
se logra atisbar aquí o allá un pedacito de mar. Incluso habrá que
desviarse del camino para aspirar un remoto sabor salobre o para envidiar a los
privilegiados que ocupan las bellas casas veraniegas de la costa.
La genta anda por allí en traje de baño, muchos carros remolcan lanchas
y canoas, los niños llevan tablas y
salvavidas, los adultos cavas, helados, toallas, paletas y pelotas. Pero el mar
no está a la vista sino siempre detrás de una colina o de los arbustos, o de
las casas, o, incluso más allá. Sirven de consuelo infinitas ventas de cosas
curiosas, de antigüedades, de artesanía, de objetos kitsch. Maravillan también
los jardines. Y, sobre todo, el arte culinario: langosta, cangrejo, ostras,
almejas miniatura que se llaman “cherry rocks” y cuyo dulzor confunde el
paladar; también calamares y camarones, pescados blancos como el hadock,
mejillones ahumados y, por supuesto abundan personajes pintorescos, pescadores
y hacedores de redes como también artistas con irregular talento pero mucho
entusiasmo.
En la costa Este
se siente un soplo genuino y autóctono. Incluso los turistas adquieren pronto
el aura oriental. Se ve gente bien vestida, se escucha un inglés diferente. Uno hablado tan deprisa que apenas se
entiende. Acaso eso tienen en común los
estadounidenses orientales con los de
Venezuela. Será lo único, pues en Maine todo está prolijamente organizado. Se
sabe perfectamente la hora de salida de las excursiones y de los barcos y duran
exactamente el tiempo estipulado. El destino principal en Maine ha de ser el
Parque Nacional Acadia, que ocupa una isla cuyo epicentro es el puerto de Bar,
desde donde salen dos paseos diarios en súperlancha a ver las ballenas y con
ellas perder la compostura. No existe otra manera de mirarlas que no sea
gritando de la emoción. Una jovencísima bióloga marina se encarga de dar las
explicaciones. Enternece su entusiasmo, su enamoramiento. Las ballenas migran
todos los años desde México donde procrean. Vienen al golfo de Maine porque
allí el mar contiene muchos nutrientes que favorecen la reproducción de los
arenques que consumen por toneladas.
El parque Acadia
es el más nuevo en los Estados Unidos y fue creado por iniciativa privada. La
entrada cuesta diez dólares pero es válida por tres días. Hacer el recorrido en
moto resulta paradisíaco. Sobre todo el arribo a la cumbre de la montaña Cadillac
desde donde la vista es espectacular sobre un archipiélago conformado por
pequeñas islas que envueltas en la bruma lucen oníricas. En Acadia hay una
playa de agua verde y cristalina y guijarros y gaviotas. También hay
demostraciones en vivo de la fauna silvestre; existen numerosas caminerías para
andar a pié y también para hacerlo en bicicleta. Para quienes van a pasar más
tiempo hay paisajes más adustos, desérticos, inhabitados. La vida vespertina en
Bar Harbor ofrece numerosos restaurantes y bares y tienditas y heladerías y
cervecerías. Durante el día, además de ir a ver las ballenas se puede salir a
pescar langostas, o a navegar en un hermoso buque o simplemente echarse en la
grama a mirar lejos o escudriñar historias en los miles de rostros que desfilan
continuamente con sumo placer.
Nuevamente a
lomo de centauro, el nuevo rumbo es Quebec City, una pequeña ciudad francófona
de Canadá. Quinientos kilómetros rodando no impiden una primera salida a
conocer el casco antiguo. Para llegar
allí se puede tomar un autobús urbano, el único requisito es llevar el monto
exacto para pagar la tarifa: tres dólares canadienses, los cuales, por cierto,
superan a los americanos en diez por ciento. La sorpresa es mayúscula, Quebec parece una ciudad europea. El casco antiguo sigue amurallado y a pesar,
de los numerosos incendios que destruyeron gran parte de la ciudad en varias
oportunidades, se ha hecho el esfuerzo de conservar su autenticidad. Mención
aparte merece nuevamente la gastronomía francesa: quesos supremos, charcutería
exquisita, delicatesen de primera. Menos francés es el idioma, que aunque lo
sea, no se entiende por la pronunciación y los regionalismos. Al día siguiente
el consabido autobús turístico para conocer al menos lo imprescindible. Algunos datos sorprendentes: Canadá es el
segundo país más grande del mundo después de Rusia y sin embargo apenas cuenta
con una población de treinta y tres millones de habitantes, de los cuales más
del cincuenta por ciento son de procedencia extrajera. Dato turístico: El Circo
del Sol le regaló a la ciudad de Quebec un espectáculo diario gratuito durante
cinco años para conmemorar su cuatricentenario (el 2013 es el último). Otro: en
la orilla del rio San Lorenzo hay un enorme silo que ocupa cerca de una manzana
sobre cuyas paredes frontales y cóncavas se proyecta todas las noches, también
gratis, una película especialmente
diseñada para semejantes dimensiones.
La
mayor cantidad de turistas llega a Quebec City por barco, en temporada alta atracan
hasta cinco cruceros y la mayoría prefiere el otoño por la espectacularidad de
los colores y las tonalidades. Los guías son perfectamente bilingües y no solo
conocen la ciudad como la palma de su mano sino que la muestran con infinito
orgullo y un toque de fino humor. Hablan
sin pudor sobre la política y sus gobernantes y cuando se encuentran varios en
la estación principal apenas pueden ocuparse de sus cigarrillos, que terminan
consumiéndose en sus manos, porque conversan y se ríen sin cesar.
El nuevo día se
llama Montreal, una metrópolis en todo
sentido, también llena de historias y anécdotas. La coincidencia y el precio
nos llevaron a alojarnos en el populoso
y divertido barrio chino en el que hay más comederos vietnamitas que propiamente
chinos. Una excelente sopa de fideos, que ellos llaman
Pho, nos repuso de las fatigas del trayecto y enseguida el barrio antiguo con
su suerte de ramblas donde maromeros y músicos deleitan a los paseantes, desde
la estatua del comandante Nelson hasta el puerto fluvial. Al día siguiente,
nuevamente el autobús turístico para conocer lo imprescindible. Luego, nueva
tanda de quesos francés y terrine de jabalí.
El desayuno, como casi todos los días del viaje, fue con un pie en el estribo, esta vez, con
destino a Toronto. Otro jalón larguísimo, suficiente como para paladear algunos
detalles curiosos del viaje en moto. Por ejemplo, el momento de cruzar la
frontera. Hacerlo en dos ruedas implica
una estrategia, hay que apagar la moto,
quitarse los guantes para poder sacar los pasaportes y se tiene siempre una
sensación de incertidumbre, pero en Canadá nos tocó un funcionario no solo
motero, sino uno de esos que se hacen llamar “iron buts” que significa culo de
hierro, porque su especialidad es hacer larguísimos trayectos sin detenerse.
Éste, por ejemplo, pretendía llegar desde Quebec hasta Kansas City y regresar en treinta y
siete horas. Hablamos más de motos que de documentos y nos quedamos con su
risueño rostro y sus buenas maneras por muchas horas.
El viaje desde
Montreal hasta Toronto involucra un trayecto de unos casi 400 kilómetros con
muchas paradas porque las vías muchas veces son intercomunales, con semáforos y
embotellamientos. Las múltiples paradas
sirven para estirar los miembros, para mover la cintura y para echar un vistazo
más detallista a los letreros, a las vallas y a los conductores de otros carros
para adivinarles su idiosincrasia. Finalmente en Toronto, confrontarnos con datos
alucinantes: la arteria principal que
atraviesa la ciudad de Norte a Sur, la Yonge, mide cuarenta kilómetros, sobre
ella y a partir de ella comienzan a contarse las calles y las avenidas, pero
también los precios de la propiedad horizontal. Por supuesto que hubo, allí
también, paseo en autobús turístico y escala en la Torre de 533 metros de
altura, desde donde puede observarse toda la ciudad en los 360 grados que abarca. El lago Ontario que los niños
confunden con el mar por su magnitud, el aeropuerto metropolitano, el
edificio dorado construido efectivo con
láminas de oro de veinticuatro quilates por sus ventajas en el aislamiento de las temperaturas extremas
de la ciudad. Una de las guías del tour relata con sorna que el Toronto la
tenencia y el consumo, en pequeña escala, de la marihuana están despenalizados,
pero que al mismo tiempo está terminantemente prohibido comprarla, venderla o
sembrarla. “ustedes me dirán… –decía la
muchacha- Si les cae en las manos por
arte de magia, fúmense el porro sin miedo”. Toronto es una metrópolis
multicultural y multiétnica en la que sobreviven tres millones de personas, una
suma de peatones y conductores que según sus habitantes solo conocen dos
estaciones, la de invierno, que dura unos nueve meses y que colapsa el tránsito por la nieve y la de
las construcciones (es decir, el verano, que es cuando pueden hacerse las
reparaciones de las vías y las edificaciones nuevas y que también hacen colapsar el tránsito automotor).
Toronto es una ciudad emparentada con Chicago. Ambas tienen un gran lago y
ambas despliegan una arquitectura de avanzada. Para el año que viene se ofrece
un parque recreacional en la rivera del lago Ontario que no tenga nada que
envidiarle a su gemela estadounidense. Sin embargo, Toronto tiene algo de lo
que carece Chicago: una playa nudista… Y para mí en particular posee además una importante parcela
afectiva, pues allí acaba de inmigrar desde Venezuela una gran amiga de la
infancia. Un paso que les ha valido a muchos venezolanos exitosos mucha sangre,
sudor y lágrimas. Pero quienes, como ella han dado el paso aprenden cada día a
conciliar la nostalgia por nuestros paisajes y nuestras costumbres con el reto
paradójico de construirse un futuro en la tercera edad.
La última escala
del viaje en moto será en las cataratas del Niagara, las cuales al igual que
muchos monumentos no significan nada vistas en películas y en fotos, pero en
vivo y en directo tienen un atractivo inenarrable. El agua blanca, oxigenada e
irisada en cortas olas que se atraviesa en los barquitos turísticos semejan una
tempestad en escala ficcional, la proximidad a las cataratas en sí transmiten
un efecto purificador, los pájaros que sobrevuelan aquel espectáculo
simplemente dan envidia.
La industria del
turismo ha convertido el Niágara en más que solo cataratas. Allí se consigue de
todo, desde un museo de cera hasta otro de curiosidades Ripley, desde un parque
de atracciones hasta tiendas y
restaurantes de marca. Asiáticos, caucásicos, afrodescendientes , cons sus
respectivas proles, idiomas y presupuestos disfrutan cada minuto como si se
tratara de una carrera contra el reloj.
El regreso a los
Estados Unidos de Norteamérica es por la frontera de Buffalo, en el estado de
Nueva York y de allí en adelante tardamos dos días y una noche en regresar a
casa por autopistas impolutas. En Cleveland nos despedimos del lago Erie, de
Columbus solo vimos la silueta de sus edificios, dormimos en un pueblito
vacacional de Ohio y cenamos en un típico comedero del midwest en el que
enormes comensales devoraban hamburguesas y alas de pollo con abundante
mayonesa y ketschup.
El regreso a Cincinnati no pudo haber sido más grato, nos
esperaba un espléndido día de sol y de nietos. Para muestra están las fotos.