Por Eva Feld
Cuando se trata de Nueva York, la escritura no logra alcanzar a
las palabras que conforman el pensamiento. El intento por llamarla ciudad vorágine se estrella contra la
realidad. Una que no sólo está imbuida de rapidez y acontecimientos, sino que
también ofrece al visitante otra gama de efectos. Desde imaginar a Kerouac
caminando por sus calles eclécticas en las que al lado de las limusinas
desfilan también pordioseros y ejecutivos, modelos y gente común, todos
transeúntes en permanente ebullición,
hasta el recodo íntimo en el que se identifican numerosas etnicidades pasando
por los últimos gritos de todas las tendencias de esta era ultratecnológica en
la que la soledad se enmascara en el ciberespacio hasta crear fantasmagorías.
Fantasmagorías tan presentes que logran corporeizarse y hasta liderar los
movimientos de las masas.
Y, sin embargo, Nueva York es una urbe con escala
humana, demasiado humana, por recordar aquí el título de uno de los emblemas de
F. Nietzsche, pues pareciera gestarse un
superhombre en sus entrañas de
congestión y de competición. El habitante de Nueva York es un ser
múltiple, un superviviente de la aceleración, un subproducto simultáneamente de
la destreza arquitectónica y de la catástrofe terrorista.
Durante el verano, el neoyorkino sabe respirar en medio de sudores cuando anda
soterrado en las estaciones del metro y de emisiones carbónicas cuando corre
por la superficie. El neoyorkino sabe comer parado, incluso andando; sabe
también convivir con decenas de submundos y de idiomas, millares de turistas y
de ejecutivos en circulación. El neoyorkino no se lamenta de su suerte, sabe
que está en el centro del universo y donde quiera que habite, en las cinco
islas y pico que la conforman, sabe que
su recompensa está a la vuelta de la esquina en un atisbo hacia el rio Hudson
donde la Estatua de la Libertad sostiene la antorcha; en un atajo por el Parque Central donde las
ardillas y los pájaros festejan a diario la naturaleza ajenos al alboroto
circunvecino; en una pizza emblemática como la de Lombardi´s que queda en el
Soho, a pocas cuadras de la llamada Tribeca, una urbanización histórica cuya
población variopinta, sus aceras y muchas de sus construcciones le dan un
aspecto europeo muy diferente a la que emiten los rascacielos de la zona
financiera aledaña, que, lejos de obedecer a los prejuicios, en vez de ser una zona despoblada
y fría, ofrece caminatas fantásticas entre rascacielos, una marina y comederos
al aire libre. Las recompensas las halla también en decenas de ofertas
teatrales, musicales, artísticas o simplemente en el azaroso día a día, porque
en Nueva York el único excluido es el aburrimiento. Círculos excéntricos
permiten a cada quien según sus condiciones socioeconómicas, sus gustos y sus
tendencias relacionarse con sus semejantes en burbujeantes conversaciones. Pero
además no es difícil tropezarse con la grabación de un comercial o una escena
de serie televisiva y sentirse parte integrante de esa realidad paralela que ha
invertido el orden de los factores, pues ya no imita la vida misma sino que le
sirve de modelo.
Nueva York en verano es un hervidero, la programación
de las galerías y las ofertas de Broadway, el Museo de Arte moderno o el
Whitney por solo mencionar algunas de mis paradas, están a tope. Mares de
personas se agolpan a las puertas del MOMA, sobre todo el viernes después de
las cinco de la tarde, cuando la entrada es gratis y corren por los pasillos
para impregnarse. Una de las exhibiciones atrapa la palabra como objeto de
arte, decenas de poemas dejan caer sus letras en cascada para transmitir más
que un mensaje una sensación. Una docena de teléfonos de los antiguos, permiten
a los visitantes discar tras alzar las bocinas para escuchar poesía; letras que
se derrochan en infinitos laberintos hasta perder completamente el significado
y convertirse en meros elementos gráficos; jeroglíficos, superlativos,
diminutivos; la palabra encapsulada, enmarcada, llevada al museo. No dejo de
compararla, quizás injustamente, con el inodoro de Duchamp, con la sopa
Campbell de Andy Warhol. La palabra mediatizada, la palabra ingrávida, la
palabra como objeto de consumo, la palabra popularizada, la palabra liberada de
emisor, la palabra mero contenido sin contenedor, la palabra perdida, la palabra
impúdica, bailarina rocambolesca… Un poeta lee las suyas desde un video
proyectado a la pared, puro rumor, música de fondo, de automercado, de
antesala, ¡oh la palabra! Más allá una sala de gráficos, los hay también de Picasso y tantos más, pero en una
de las paredes, seis rostros delineados por Matisse: una pureza en la línea que
penetra las pupilas como una fino rayo laser. Nadie empuja para verlos, es solo
mío el placer de haberlos mirado para siempre.
En el museo Whitney no hay entrada gratis, la gente
paga gustosa para no perderse la impactante exposición de la artista pop
japonesa Yakoi Kusama. Contemporánea de Andy Warhol, Kusama, a sus ochenta y
tres años, sigue poblando, tanto con palabras y pinturas como en esculturas e instalaciones,
su imaginario mundo simultáneamente minimalista y extrovertido, al mismo tiempo
provocador y retraído. Un arte que le ha dado pié a Louis Vuitton a desplegar
algunos de sus diseños en sus vitrinas y fachadas. Pero que, en otra faceta,
asusta al conservadurismo con su despliegue de falos andariegos, falos que
emergen de cajas cuadradas, como las mentes de algunos. Falos independientes,
autónomos, libres que pueblan espacios y conquistan páginas en las revistas de
arte. Pero al lado de las provocaciones y de los patrones de uso textil o
gráfico y de haber sido una
superviviente en la Nueva York de los años cuarenta mediante el permanente
desafío y el rompimiento con estructuras convencionales, ha sido y sigue
siendo, una presencia punzopenetrante en
el arte contemporáneo. Lo es a través de su persistencia y su permanente
investigación de las formas y los colores que dominan la estética popular, yo
diría incluso populista, pero sobre todo por lo que aporta desde su laminada
interioridad. Kusama vive por propia voluntad, en un sanatorio desde hace más
de dos décadas, su taller está ubicado a poca distancia y desde allí, desde
Japón, parece burlarse de la sociedad,
como lo hacía cuando tenía veinte años en Nueva York. Con el cabello pintado de
anaranjado, con las ropas en concordancia con los lienzos pero con numerosas e
impresionantes obras de arte en su haber, Kusama hace pensar que solo en el
asilo se halla la libertad. Al resto de los mortales, presos de locura, la
artista japonesa nos ofrece distracción y catarsis.
A pocos pasos del museo Whitney se encuentra el
emblemático Hotel Carlyle, parada obligada aunque solo sea por aspirar el aire
que respiró Marilyn Monroe cuando atravesaba sus túneles para encontrarse con
Kennedy, quien por lo demás despachaba desde ese hotel cuando estaba en Nueva
York. Tal fue su fama que se le puso el sobrenombre de “Casa Blanca de Nueva
York”. Allí se hospeda Mick Jagger, allí
toca el saxofón, de vez en cuando, Woody Allen. En fin, tomarse un bien servido
vodka en las rocas con limón en el piano bar y retrotraerse en el tiempo por un
momento, con música en vivo cuesta poco más de treinta dólares incluyendo el
impuesto y la propina.
La zona conocida como Chelsea le está robando el
protagonismo al Soho como distrito de galerías de arte. Para recibir un hálito
del ambiente y de la vida que llevan los curadores de esas exposiciones
conviene leer al premio Pulitzer Michael Cunningham, en su novela titulada Cuando cae la noche. El autor ofrece
más que una suerte de resonancia magnética no solo de las tendencias y el
mercado del arte sino un minucioso paseo por las bocacalles traseras de la
ciudad, así como del aburrimiento, ése que a pesar de su expulsión de la vida
neoyorkina, sabe colarse entre las sábanas de las parejas incomunicadas. Todo
ello aderezado con raigambres familiares, una pizca de drogas y un abominable
personaje encantador.
En esa zona de comienzos del suroeste neoyorkino se
encuentra también el llamado Highline , varias cuadras de parque aéreo en lo
que hasta hace unos años era una ruta y una estación ferroviaria que servía a
la ciudad con alimentos. Su historia, su arquitectura, su éxito serían harina
de un reportaje aparte. Por supuesto que hubo licitación, partidarios y
adversarios, pero lo cierto es que hoy en día conforma una caminata especial
por la concepción de sus áreas verdes, por la vista sobre el rio Hudson, por
sus balcones sobre la urbe, pero también por las gentes que por allí andan.
Desde artistas y músicos con sus instrumentos, hasta vendedores ambulantes de
artesanía y de comidas típicas, pasando por turistas y locales en busca de un
descanso, pues el parque está dotado con sillas de extensión de madera, así como de gradas para sentarse a
mirar la ciudad por encima de las calles.
Más hacia el sur se encontraban las torres gemelas,
hoy convertidas en memoria colectiva a través de dos fuentes en las cuales
cascadas cuadradas, para recordar las bases de las torres, producen un
movimiento y un sonido continuos y en las barandas los nombres de todas las
víctimas han sido talladas con tal desempeño que puedan ser leídos incluso por
quienes no pueden ver. Se trabaja a paso
rápido en la culminación del museo aledaño. No olvidemos que en pocos días se
cumple otro aniversario del fatídico once de Septiembre, el número once.
Ninguna estadía sería completa en Nueva York sin
asistir a un teatro. Pocos días antes de la muerte de Gore Vidal, tuve el
privilegio de ver su sátira política The
best man. La trama gira en torno a las primarias de un partido para escoger
al mejor como candidato presidencial. Oportuna reflexión justo a dos meses de
las elecciones en Venezuela y a tres de las de Estados Unidos. El talante
puntiagudo, la tesitura intelectual y el conocimiento de causa del autor, unido
a una excelente puesta en escena y a un elenco de primera arrancaron lágrimas
de risa a la audiencia. Una risa agridulce, pues la ficción estaba enclavada en
los años sesenta, cuando las trampas, las escaramuzas, los puntapiés y las
zancadillas eran “analógicas” por usar un término de la tecnología telefónica atrasada. En otro lado de la
ciudad, los Hombres Azules, siguen presentando su siempre renovado espectáculo
mudo en el que la percusión, las muecas y los mohines reemplazan a las
palabras, un entretenimiento que ya lleva como dos décadas en escena, siempre a
sala llena. Un lugar ideal para quienes no hablen inglés, pero también para los
niños que todos los adultos llevamos por dentro.
Comer es otra delicia en Nueva York. La ciudad ofrece
desde tarantines de toda ley, hasta la más alta y sofisticada gastronomía. Lo
cual aplica también para la música. Sin embargo, el viaje debe llegar a su fin.
Un final con vieiras y vino, con grapefruit con canela al horno, con Pinot
Grigio de cosecha californiana, con conversaciones hasta mucho más allá de la
medianoche con una anfitriona de lujo. La mujer se llama Jill Strickman-Ripps,
una mujer de estos tiempos, una neoyorkina de cepa mixta que sabe deletrear
eficiencia en todos los actos de su vida y conjugar todos los verbos de acción
y de creatividad. No solo ha logrado organizar su vida entera en un radio de
diez cuadras a la redonda, sino que ha logrado resquebrajar el infranqueable
mundo de la publicidad, al crear hace una veintena de años una empresa que le
proporciona actores testimoniales de la vida real a los anunciantes. Un trabajo
estimulante, interesante, complejo y variado, para el cual cuenta con una
nómina sobre todo de mujeres competentes. Jill es además madre de dos varones,
gran amiga de sus amigas, temeraria para andar en bicicleta hasta Governor’s
island o a remo cuando se le pinta la ocasión. Jill es una investigadora
pertinaz, a quien no se le escapa ningún detalle cuando procura una solución,
sea esta de naturaleza laboral o personal, médica o frívola, culinaria o
artística. Cuando se trata de describir a Jill pasa como con
Nueva York, el intento por llamarla
mujer vorágine se estrella contra la realidad. Sí, me traje a New York y
la amistad de Jill en el puño y en el corazón. El corazón
de Jill está en el puño de mi hermano.