jueves, 16 de agosto de 2012

Verano en Nueva York





Por Eva Feld

Cuando se trata de  Nueva York, la escritura no logra alcanzar a las palabras que conforman el pensamiento. El intento por llamarla  ciudad vorágine se estrella contra la realidad. Una que no sólo está imbuida de rapidez y acontecimientos, sino que también ofrece al visitante otra gama de efectos. Desde imaginar a Kerouac caminando por sus calles eclécticas en las que al lado de las limusinas desfilan también pordioseros y ejecutivos, modelos y gente común, todos transeúntes  en permanente ebullición, hasta el recodo íntimo en el que se identifican numerosas etnicidades pasando por los últimos gritos de todas las tendencias de esta era ultratecnológica en la que la soledad se enmascara en el ciberespacio hasta crear fantasmagorías. Fantasmagorías tan presentes que logran corporeizarse y hasta liderar los movimientos de las masas.

Y, sin embargo, Nueva York es una urbe con escala humana, demasiado humana, por recordar aquí el título de uno de los emblemas de F. Nietzsche,  pues pareciera gestarse un superhombre en sus entrañas de  congestión y de competición. El habitante de Nueva York es un ser múltiple, un superviviente de la aceleración, un subproducto simultáneamente de la destreza arquitectónica y de la catástrofe terrorista.

Durante el verano, el neoyorkino  sabe respirar en medio de sudores cuando anda soterrado en las estaciones del metro y de emisiones carbónicas cuando corre por la superficie. El neoyorkino sabe comer parado, incluso andando; sabe también convivir con decenas de submundos y de idiomas, millares de turistas y de ejecutivos en circulación. El neoyorkino no se lamenta de su suerte, sabe que está en el centro del universo y donde quiera que habite, en las cinco islas  y pico que la conforman, sabe que su recompensa está a la vuelta de la esquina en un atisbo hacia el rio Hudson donde la Estatua de la Libertad sostiene la antorcha; en  un atajo por el Parque Central donde las ardillas y los pájaros festejan a diario la naturaleza ajenos al alboroto circunvecino; en una pizza emblemática como la de Lombardi´s que queda en el Soho, a pocas cuadras de la llamada Tribeca, una urbanización histórica cuya población variopinta, sus aceras y muchas de sus construcciones le dan un aspecto europeo muy diferente a la que emiten los rascacielos de la zona financiera aledaña, que, lejos de obedecer a los  prejuicios, en vez de ser una zona despoblada y fría, ofrece caminatas fantásticas entre rascacielos, una marina y comederos al aire libre. Las recompensas las halla también en decenas de ofertas teatrales, musicales, artísticas o simplemente en el azaroso día a día, porque en Nueva York el único excluido es el aburrimiento. Círculos excéntricos permiten a cada quien según sus condiciones socioeconómicas, sus gustos y sus tendencias relacionarse con sus semejantes en burbujeantes conversaciones. Pero además no es difícil tropezarse con la grabación de un comercial o una escena de serie televisiva y sentirse parte integrante de esa realidad paralela que ha invertido el orden de los factores, pues ya no imita la vida misma sino que le sirve de modelo.

Nueva York en verano es un hervidero, la programación de las galerías y las ofertas de Broadway, el Museo de Arte moderno o el Whitney por solo mencionar algunas de mis paradas, están a tope. Mares de personas se agolpan a las puertas del MOMA, sobre todo el viernes después de las cinco de la tarde, cuando la entrada es gratis y corren por los pasillos para impregnarse. Una de las exhibiciones atrapa la palabra como objeto de arte, decenas de poemas dejan caer sus letras en cascada para transmitir más que un mensaje una sensación. Una docena de teléfonos de los antiguos, permiten a los visitantes discar tras alzar las bocinas para escuchar poesía; letras que se derrochan en infinitos laberintos hasta perder completamente el significado y convertirse en meros elementos gráficos; jeroglíficos, superlativos, diminutivos; la palabra encapsulada, enmarcada, llevada al museo. No dejo de compararla, quizás injustamente, con el inodoro de Duchamp, con la sopa Campbell de Andy Warhol. La palabra mediatizada, la palabra ingrávida, la palabra como objeto de consumo, la palabra popularizada, la palabra liberada de emisor, la palabra mero contenido sin contenedor, la palabra perdida, la palabra impúdica, bailarina rocambolesca… Un poeta lee las suyas desde un video proyectado a la pared, puro rumor, música de fondo, de automercado, de antesala, ¡oh la palabra! Más allá una sala de gráficos, los hay  también de Picasso y tantos más, pero en una de las paredes, seis rostros delineados por Matisse: una pureza en la línea que penetra las pupilas como una fino rayo laser. Nadie empuja para verlos, es solo mío el placer de haberlos mirado para siempre.

En el museo Whitney no hay entrada gratis, la gente paga gustosa para no perderse la impactante exposición de la artista pop japonesa Yakoi Kusama. Contemporánea de Andy Warhol, Kusama, a sus ochenta y tres años, sigue poblando, tanto con palabras y  pinturas como en esculturas e instalaciones, su imaginario mundo simultáneamente minimalista y extrovertido, al mismo tiempo provocador y retraído. Un arte que le ha dado pié a Louis Vuitton a desplegar algunos de sus diseños en sus vitrinas y fachadas. Pero que, en otra faceta, asusta al conservadurismo con su despliegue de falos andariegos, falos que emergen de cajas cuadradas, como las mentes de algunos. Falos independientes, autónomos, libres que pueblan espacios y conquistan páginas en las revistas de arte. Pero al lado de las provocaciones y de los patrones de uso textil o gráfico y de  haber sido una superviviente en la Nueva York de los años cuarenta mediante el permanente desafío y el rompimiento con estructuras convencionales, ha sido y sigue siendo, una  presencia punzopenetrante en el arte contemporáneo. Lo es a través de su persistencia y su permanente investigación de las formas y los colores que dominan la estética popular, yo diría incluso populista, pero sobre todo por lo que aporta desde su laminada interioridad. Kusama vive por propia voluntad, en un sanatorio desde hace más de dos décadas, su taller está ubicado a poca distancia y desde allí, desde Japón,  parece burlarse de la sociedad, como lo hacía cuando tenía veinte años en Nueva York. Con el cabello pintado de anaranjado, con las ropas en concordancia con los lienzos pero con numerosas e impresionantes obras de arte en su haber, Kusama hace pensar que solo en el asilo se halla la libertad. Al resto de los mortales, presos de locura, la artista japonesa nos ofrece distracción y catarsis.

A pocos pasos del museo Whitney se encuentra el emblemático Hotel Carlyle, parada obligada aunque solo sea por aspirar el aire que respiró Marilyn Monroe cuando atravesaba sus túneles para encontrarse con Kennedy, quien por lo demás despachaba desde ese hotel cuando estaba en Nueva York. Tal fue su fama que se le puso el sobrenombre de “Casa Blanca de Nueva York”.  Allí se hospeda Mick Jagger, allí toca el saxofón, de vez en cuando, Woody Allen. En fin, tomarse un bien servido vodka en las rocas con limón en el piano bar y retrotraerse en el tiempo por un momento, con música en vivo cuesta poco más de treinta dólares incluyendo el impuesto y la propina.

La zona conocida como Chelsea le está robando el protagonismo al Soho como distrito de galerías de arte. Para recibir un hálito del ambiente y de la vida que llevan los curadores de esas exposiciones conviene leer al premio Pulitzer Michael Cunningham, en su novela titulada Cuando cae la noche. El autor ofrece más que una suerte de resonancia magnética no solo de las tendencias y el mercado del arte sino un minucioso paseo por las bocacalles traseras de la ciudad, así como del aburrimiento, ése que a pesar de su expulsión de la vida neoyorkina, sabe colarse entre las sábanas de las parejas incomunicadas. Todo ello aderezado con raigambres familiares, una pizca de drogas y un abominable personaje encantador.

En esa zona de comienzos del suroeste neoyorkino se encuentra también el llamado Highline , varias cuadras de parque aéreo en lo que hasta hace unos años era una ruta y una estación ferroviaria que servía a la ciudad con alimentos. Su historia, su arquitectura, su éxito serían harina de un reportaje aparte. Por supuesto que hubo licitación, partidarios y adversarios, pero lo cierto es que hoy en día conforma una caminata especial por la concepción de sus áreas verdes, por la vista sobre el rio Hudson, por sus balcones sobre la urbe, pero también por las gentes que por allí andan. Desde artistas y músicos con sus instrumentos, hasta vendedores ambulantes de artesanía y de comidas típicas, pasando por turistas y locales en busca de un descanso, pues el parque está dotado con sillas de extensión  de madera, así como de gradas para sentarse a mirar la ciudad por encima de las calles.
Más hacia el sur se encontraban las torres gemelas, hoy convertidas en memoria colectiva a través de dos fuentes en las cuales cascadas cuadradas, para recordar las bases de las torres, producen un movimiento y un sonido continuos y en las barandas los nombres de todas las víctimas han sido talladas con tal desempeño que puedan ser leídos incluso por quienes no pueden ver.  Se trabaja a paso rápido en la culminación del museo aledaño. No olvidemos que en pocos días se cumple otro aniversario del fatídico once de Septiembre, el número once.

Ninguna estadía sería completa en Nueva York sin asistir a un teatro. Pocos días antes de la muerte de Gore Vidal, tuve el privilegio de ver su sátira política The best man. La trama gira en torno a las primarias de un partido para escoger al mejor como candidato presidencial. Oportuna reflexión justo a dos meses de las elecciones en Venezuela y a tres de las de Estados Unidos. El talante puntiagudo, la tesitura intelectual y el conocimiento de causa del autor, unido a una excelente puesta en escena y a un elenco de primera arrancaron lágrimas de risa a la audiencia. Una risa agridulce, pues la ficción estaba enclavada en los años sesenta, cuando las trampas, las escaramuzas, los puntapiés y las zancadillas eran “analógicas” por usar un término de la tecnología  telefónica atrasada. En otro lado de la ciudad, los Hombres Azules, siguen presentando su siempre renovado espectáculo mudo en el que la percusión, las muecas y los mohines reemplazan a las palabras, un entretenimiento que ya lleva como dos décadas en escena, siempre a sala llena. Un lugar ideal para quienes no hablen inglés, pero también para los niños que todos los adultos llevamos por dentro.

Comer es otra delicia en Nueva York. La ciudad ofrece desde tarantines de toda ley, hasta la más alta y sofisticada gastronomía. Lo cual aplica también para la música. Sin embargo, el viaje debe llegar a su fin. Un final con vieiras y vino, con grapefruit con canela al horno, con Pinot Grigio de cosecha californiana, con conversaciones hasta mucho más allá de la medianoche con una anfitriona de lujo. La mujer se llama Jill Strickman-Ripps, una mujer de estos tiempos, una neoyorkina de cepa mixta que sabe deletrear eficiencia en todos los actos de su vida y conjugar todos los verbos de acción y de creatividad. No solo ha logrado organizar su vida entera en un radio de diez cuadras a la redonda, sino que ha logrado resquebrajar el infranqueable mundo de la publicidad, al crear hace una veintena de años una empresa que le proporciona actores testimoniales de la vida real a los anunciantes. Un trabajo estimulante, interesante, complejo y variado, para el cual cuenta con una nómina sobre todo de mujeres competentes. Jill es además madre de dos varones, gran amiga de sus amigas, temeraria para andar en bicicleta hasta Governor’s island o a remo cuando se le pinta la ocasión. Jill es una investigadora pertinaz, a quien no se le escapa ningún detalle cuando procura una solución, sea esta de naturaleza laboral o personal, médica o frívola, culinaria o artística. Cuando se trata de describir a Jill pasa como  con  Nueva York, el intento por llamarla  mujer vorágine se estrella contra la realidad. Sí, me traje a New York y la amistad de Jill en el puño y en el corazón. El corazón de Jill está en el puño de mi hermano.