por Eva Feld
Mar y Mar
Mar y Mar son dos soplos de la misma brisa. Tienen la fuerza de un viento voluptuoso que penetra los recintos cerrados y acepta sin vergüenza el reto de las rendijas y los cerrojos.
Algunos días tienen también la inamovilidad de la calma, que tanto rima con alma. Y por esa coincidencia, o por otras casualidades, saben acallar hasta al mismísimo silencio o romperlo violentamente con un sollozo.
Pero Mar y Mar son tan distintas como parecidas. Casi tanto como lo son el azul y el verde, sus colores favoritos.
Por eso, sobre todo por eso, aunque también para que no pelearan, ocurrió un día igualito al de hoy, que Mar recibió la virtud azul / alada y Mar el don del verde / ver.
Como todas las virtudes y los dones, los de Mar y Mar eran también invisibles, pero ambas sabían que residían en el interior de un monederito de cuero, que les había regalado, tras un largo viaje, una tía extraña, muy extraña, porque mientras más viajaba, más se les acercaba y cuando estaba allí mismito era cuando más lejos estaba.
Un día Mar, la dueña del verde/ver se encaminó en una larga aventura que duró cinco años y recorrió cada rincón de la tierra vegetada. Se acogió a la sombra de los cipreses y conoció cada matiz del marrón y del ocre. Un poco cansada de tanto andar, se detuvo en una casita de bahareque a esa hora en que el crepúsculo dora las varillas de bambú y abrillanta el lodo enrojecido de las paredes. Reposó su cabeza en el regazo abultado de una señora color canela que contaba cuentos sobre los hombres. Mar se quedó lentamente dormida, arrullada, humedecida por el sudor de la tarde. La despertaron los perros, los niños, el ruido de las cacerolas. Había anochecido sin luna y el titilar de las luciérnagas le hizo recordar a Mar.
…
Mar contemplaba alucinada los destellos del océano. Centelleaban en él las aletas de los tiburones y las escamas de los peces. Olía a plomo, a frío.
Mar encontró reposo esa noche en la cubierta de un enorme pesquero herrumbroso, la adormecieron relatos de barracudas, atarrayas y sirenas. El sabor era de noche, de azul y de salitre. La despertó la resolana. Su bostezo quedó paralizado por el asombro cuando un enorme arcoiris cortó el alba frente a sus recién espabilados ojos. Súbitamente Mar recordó a Mar.
…
Mar estaba escudriñando la blancura de la leche, saboreándola comprendía el universo de los mamíferos.
En el verde vital, en el color de la resina, en el de la savia, en la amalgama de marrones reptando la tierra sepia, en la transparencia del agua clara de las montañas… en todas esas cosas meditaba Mar el día que llegó a la playa. Unos manglares protegieron sus ojos de tanta reverberación y algunas lagartijas negras y muy brillantes, como vestidas de gala, le anunciaban algún presagio.
…
Mar perseguía el escondrijo de los colores psicodélicos, le parecía que los pescadores, los marinos y los delfines la estaban acercando. Pero tampoco había descuidado la sal blanca que dibujaba figuras caprichosas en sus brazos ni el blanco velamen de imaginarias goletas acercándose a la tierra incandescente que se vislumbraba en proa. Todo aquello parecía una premonición.
…
Mar y Mar se encontraron al cabo de cinco años en el archipiélago de Los Testigos de Venezuela, justamente en una isla bañada por un mar verdiazul que se llama Iguana. Esa noche, un gran abrazo envolvió sus sueños y cada una soñó y vivió y sintió y gozó los relatos que apenas habían comenzado a compartir.
Ah… pero a la hora de irse a dormir, el afán de los colores y la poesía de las formas mantuvieron en vigilia uno de sus dos ojos. Apenas despuntó el amanecer, equivocaron, como sin querer queriendo, los equipajes de la despedida y Mar se llevó furtivamente la virtud azul/alada de Mar y Mar se llevó con picardía, el don del verde/ver de Mar.
Así emprendieron Mar y Mar un segundo viaje de cinco años, que aún no han transcurrido. Para saber lo que han estado descubriendo Mar y Mar, hay que estar muy atentos a los océanos en noches de luna llena, al vaivén de las ramas de los grandes árboles, al crepitar de las embarcaciones en altamar, a las huellas que dejan los cangrejos en la arena, y prestar mucha atención a las voces sutiles que nos hablan desde adentro.
Se ha sabido que algunas personas muy afortunadas han comenzado a conocer una que otra historia de las peripecias y de los personajes que han conocido de Mar y Mar y que las están contando en secreto, pero solamente a aquellos amigos a quienes creen capaces de entender aquello que existe detrás de la luz que le da vida a los colores.
Pero como Mar y Mar son dos soplos de la misma brisa y tienen la fuerza de un viento voluptuoso que acepta sin vergüenza el reto de las rendijas y los cerrojos, no habrá rincón en la tierra, ni soledad, ni lejanía donde no se escuchen, se vean y se sientan sus relatos. Solo que para que eso se vuelva posible, hace falta que todos los que sabemos de ellas, comencemos a escribirlos y a dibujarlos para que ninguno se pierda ni sea olvidado.
…
La niña que miraba y miraba
Y la niña callaba y callaba…
Al cabo de varias horas y en medio del bullicioso encuentro familiar, la niña preguntó casi sin dejar de callar:
- ¿Para qué tenemos dos ojos?
- ¡Caramba!… ¿acaso no lo sabe la niña? - exclamaron al unísono varios tíos y el bullicio aumentó.
- ¡Acaso no sabe la niña lo que son los cinco sentidos! –exclamaron algunos primos mayores que se ufanaban de saberlo todo.
… La niña esperaba y esperaba…
Pero las respuestas estaban muy ocupadas. Tan pronto aparecía una explicación anatómica, como interrumpía un café.
… La niña se cansaba… se cansaba…
Entonces sobrevino la confusión: “A ver niña - dijo, economizando muecas, un señor barbudo - cierra el ojo derecho y mira este caramelo, ahora ábrelo y cierra el izquierdo. ¿Qué ves? ¿Ves que se mueve de lugar? Ahora hazlo rápido, más rápido, ¿ves como salta?”
- ¿Te das cuenta niña que dos ojos se necesitan para enfocar?
-¿Te das cuenta niña que dos ojos hacen falta para ver la verdad?
La niña callaba y callaba…
Al cabo de unas horas, todos los ojos dormían y la niña se preguntaba: ¿Pero para qué tenemos dos ojos?
La niña tenía el sueño ligero, no le gustaba callar dormida, de modo que cuando todos callaban, la niña hablaba y hablaba.
Y la niña preguntaba y preguntaba:
- ¿Y por qué no cuatro ojos, o seis?
- ¿Y por qué no uno solo, en la punta de la nariz?
…
Acaso una de las invitadas al bullicio de la tarde, una tía algo extraña que a veces miraba sin ver, tuviera la culpa de lo que ocurrió esa noche tan distinta a otras noches.
Resulta que esa tía, que se iba como quien regresaba, le había traído a la niña de su último viaje solitario, un monederito de cuero demasiado chiquito y algo oloroso, que como no servía para llevar el dinero de la merienda, se había estado quedando intacto sobre su mesa de noche.
Pero no esa noche distinta a otras noches porque, como la niña insistía con lo de los ojos, por ejemplo en unos que fuesen móviles y que pudieran colocarse en la espalda, en la rodilla o en el dedo meñique o que, ¿por qué no?, pudieran guardarse en el monederito cuando no hiciese falta ver ni mirar ni observar, descubrió, sin darse demasiada cuenta, que el monederito contenía la virtud de permitirle mirar hacia el adentro de las personas. Al principio no lo podía creer, pero al tenerlo en la mano, podía, con solo mirar a su mamá, compartir con ella su sueño y verla volar en una extraña alfombra persa de regreso hacia su propia infancia. Tendría su mamá su misma edad en un pequeño pueblo en el que las gentes hablaban todos al mismo tiempo y además en un idioma incomprensible. Por más que su mamá quisiera interrumpir para preguntar alguna cosa, nunca lograba hacerse oír porque los adultos siempre estaban demasiado ocupados en sus asuntos como para detenerse a responderle a la pequeña preguntona. El sueño de su mamá transcurría en una época en que demasiadas cosas estaban prohibidas, por ejemplo interrumpir a los adultos cuando estaban hablando. Pero también los adultos, con todos sus aparentes poderes, vivían muchas prohibiciones. El gobierno no les permitía hablar en su propio idioma ni tampoco expresarse libremente, todo el mundo debía repetir todo el tiempo, aunque no estuviera de acuerdo, que el presidente era el mejor del mundo.
Los adultos decían que las paredes tenían oídos y que si se llegaba saber lo que en verdad decían, y además en su propio idioma, prohibido, podrían arrestarlos. Eran cosas verdaderamente incomprensibles para una niña moderna, en cambio le servían para comprender mejor a su familia.
La niña quedó algo intrigada con aquello de que las paredes tenían oídos y se preguntaba el porqué estaban tan horrorizados sus parientes cuando ella quería saber sobre la posibilidad de tener más de dos ojos o de tenerlos en la espalda, o uno solo, en la punta de un dedo. Pero no se detuvo en tratar de comprender a los adultos, algo le decía por dentro que eso era imposible, los adultos tienen razones que solo ellos comprenden y ella sabía que tarde o temprano crecería y tendría algunos de sus defectos, como aquél de no responderle a los niños, la preguntas que hiciesen sobre los sentidos. Sí se preguntó por un momento cuáles serían las de sus propios hijos. Si su mamá quería saber sobre los oídos de las paredes y ella sobre los ojos móviles, a lo mejor sus hijos le preguntarían a ella sobre el sentido del tacto. Tal vez querría saber por qué vienen en tres colores y sus combinaciones y no hay personas azules, rosadas o moradas como los personajes animados de la televisión.
Pronto dejó de pensar en esas cosas porque faltaba poco para que se despertaran los demás y aun no había explorado su recién adquirido don de mirar para adentro de otras personas, así que pensó en su mejor amigo y descubrió lo importante que ella era para él. Vio cómo detrás de todas sus peleas y discusiones se escondía la más divertida manera de desarrollar la inteligencia pues cada uno debía saber más para mejor discutir y ser mejor para poder competir, pero también para poder compartir lo que iban aprendiendo y haciendo. El don de la mirada hacia adentro le fue revelando otros secretos. Conoció la soledad dolorosa de las personas famosas y pudo escuchar sus quejas imperceptibles por la falta de ternura en los aplausos de la gente. Le bastaba pensar en alguien para comprender sus sentimientos, así que fueron desfilando por su mente, sus actrices y cantantes favoritas, sus maestras y profesores y hasta algunos personajes de la política. En los que gritaban mucho y en los tímidos pudo detectar inseguridad y entendió que aun le faltaba mucho por comprender los diferentes disfraces con caretas que las personas necesitan ponerse para ocultarse y que para disimular la inseguridad, existía una gran variedad de antifaces.
En los últimos minutos que le quedaban de ese primer día de mirar para adentro, la niña inventó la trama de un cuento sobre la amistad entre un elefante y una mariposa. Quería que sus hermanos gozaran un poco del don de mirar para adentro, quería que entendieran la diferencia entre un cuadrúpedo gigante de la larga vida y un animalito volador y frágil que nace y muere el mismo día. Quería que imaginaran de qué manera podían hacerse amigos semejantes opuestos y cómo a causa de su amistad la mariposa, a pesar de desaparecer, quedaría por siempre revoloteando en los recuerdos del elefante y acompañándolo siempre adonde quiera que estuviese. El tiempo se acortaba, no le alcanzó para inventar las aventuras que unieron para siempre al elefante y a la mariposa, pero supo que era mejor así porque así cada niño que quisiera escuchar su cuento podría inventar sus propias historias y entonces los amigos vivirían infinitos episodios.
Desde entonces la niña mira y mira para que ya nunca más le queden dudas de para qué tenemos dos ojos. Sabe que con uno puede ver la realidad y con el otro inventar otra. Sabe que uno de los dos le sirve para mirar para adentro y todas las noches, a partir de esa noche distinta a otras noches, se convirtieron en noches distintas de otras noches.
Aculla ya
Tatima nació con pujito, con mal de San Vito.
¡Aquí no!
¡Allá no!
¡Acullá, pero ya!
Tatima quiere bailar con un lápiz, cantar con creyones, escribir con el cuerpo, recibir con el pelo, rezar con el ombligo, gritar en japonés, amar en amarillo.
Tatima no quiere ni esto, ni lo otro.
Tatima lo quiere todo ¡pero ya!
Tatima tiene los ojos amelcochados hasta cuando está muy brava y los labios listos para besar aún cuando está por insultar. Tatima resopla igual que los toros y tiene manos ambidiestras, usa la izquiera o la derecha, según sea para martillar, moldear, amasar o tocar la guitarra y acariciar.
Estas cosas sobre Tatima solo las sabe una tía de ella, medio madrina de ella y muy orgullosa de ella, quien al verla recién nacida, prematura y deliciosamente plácida, quiso agasajarla y honrarla con un regalo muy especial. Le trajo de uno de sus viajes relámpagos una carterita encantadora. Era multicolor y mullida, de piel suave y lisa, algo así como para guardar secretos y susurros y palabras de amor, como para que se preserven y no se gasten y estén a la orden en cualquier momento.
¡Ay!
¡Ay! porque ni tía ni Tatima sabían entonces que no cabían recuerdos en esa carterita porque estaba absolutamente llena. Así que al abrirla, saltó de ella, cual genio de lámpara maravillosa, un don bastante particular. Era como todos los dones invisible, intangible, incoloro, inodoro, insípido, pero ¡ay!... también intransigente.
Sépase que desde entonces Tatima puede casi como Dios estar en todas partes a la vez. ¡Ay!...
¡Ay! porque cinco son los sentidos, cuatro los puntos cardinales, nueve los meses que hacen falta para que nazca un niño y ocho años tenía Tatima cuando recibió este obsequio. Y ocurrió que pudo estar en todas partes, pero sólo con uno de sus sentidos por vez. Por ejemplo: escuchar lo que decían en el Norte, pero sin poder hablar. Ver lo que hacían en el Sur, pero sin poder tocar nada y así sucesivamente.
Al principio las carcajadas de Tatima desalentaban a los maestros y a los médicos, aquello la divertía con frenesí. Luego aprendió, no sin cierta dificultad, a controlar sus facultades. Pudo responder a las preguntas de geografía, sus oídos hacia las palabras del maestro presente, sus ojos hacia las selvas amazónicas y se aseguraba de palpar en libros escritos para los niños ciegos los detalles difíciles de memorizar, como el largo del río, la superficie de la selva y la población indígena
Era perfecto, no conocía la rutina ni el aburrimiento. Le bastaba contemplar la torre Eiffel en París, oler las rosas de Bulgaria, acariciar la delicada seda hindú y escuchar las voces de sus amigos.
Un día descubrió que podía poco a poco reducir la distancia entre sus sentidos. Era como dominar a su virtud. Le bastaba con girar velozmente cuando quería hacerse presente en un mismo sitio al mismo tiempo. ¡Ay!
¡Ay! porque con tantos giros y vueltas comenzaron por supuesto los mareos. Los entendidos los atribuyeron a la adolescencia, las curanderas al amor, los amigos la juzgaron mal creyendo que simplemente quería llamar la atención, sus familiares se estaban cansando de sus ocurrencias.
Un buen día Tatima resolvió … cerrar los ojos
juntar las manos.
respirar despacio.
Cuando se hizo el silencio, el gran silencio, todo el silencio, Tatima se encontró a sí misma y supo no solo que era ella misma la que quería ser sino también que ella era también el lugar adonde quería estar. Al regresar a su cuarto, encontró la carterita que le había regalado su tía y al abrirla encontró en ella espacio para guardar secretos y susurros y palabras de amor.
Perempempete
¡Me likes! ¡Me likes! gritaba Juan, cabalgando su velero sobre inmensas olas marinas. El rompeolas salpicaba frescor y los peces voladores competían haciendo maromas y saltos largos entre cresta y espuma.
No se sabe si el spanglish que hablaba en ese entonces tuvo algo que ver con la gran venganza que estaba tramando en su cabecita de siete años, lo que sí se sabe, y muy bien, es que Juan no quería que esos momentos de navegación se acabaran nunca. Allí, a bordo de la Gorda, que era como se llamaba el velero de su abuelo, podía gritar a su antojo, mezclar palabras, andar todo el día en traje de baño, practicar en escotas y drizas cualquier cantidad de nudos rizos, ballestrinques, o ases de guía. Podía también otear el horizonte, leer la bitácora y sentir que sus pies tenían ventosas para adherirse a la cubierta. Estaba protegido. Su abuelo parecía francamente el Rey de los mares, si hasta tenía la misma barba que Neptuno.
Ni siquiera añoraba a su mamá, porque a las horas de comer, se daba cuenta de que ella también estaba a bordo, por las delicias que emergían de la cocina. Pero las vacaciones terminaron y Juan tuvo que desembarcar.
Abordó mudo un jet y vio por la ventanilla cómo se iba haciendo pequeño aquel inmenso mar Caribe adonde había sido tan feliz. Cuando desapareció por completo, le preguntó a su mamá que lo acompañaba:
- ¿Dios existe?
Su mamá ignoraba entonces el valor de las monosílabas. Hubiera podido responder un simple “si” o un sencillo “no” , en cambio, com hacen a menudo los padres, se puso a darle inmensas explicaciones acerca de las religiones. Que si “hay que respetar las creencias de los demás”, que si “algunos creen en Cristo y otros en Alá”, que si “también hay quienes veneran un sólo Mesías y quienes tienen una cantidad de santidades” que si “lo importante, hijo, es...”
- Es verdad – la interrumpió Juan - Dios no existe. Yo llevo horas recorriendo el cielo y no lo he visto!
Estas cosas estaban ocurriendo en pleno invierno, de modo que cuando Juan desembarcó en Chicago granizaba y los trocitos de hielo sonaban a piedras sobre los tejados y dolían como piedras en las mejillas. También las normas que salían de los altoparlantes del aeropuerto golpeaban los oídos como piedras y las cosas que le decía un pariente malencarado, como pedradas.
No quería llorar ni patalear, así que tan pronto como llegaron a la casa, resolvió esconderse debajo de un mueble y allí fue donde encontró la carterita. Era pequeña y multicolor, no parecía servir para nada, demasiado linda para llevarla a la escuela, muy pequeña para guardar metras, pero apenas la abrió por su boca comenzaron a salir, sin explicación largas frases así:
- Brunuacico cuaqui fuli, ruputra maqui.
Y más: “Bala mainí, Perempempete kozo buf”.
Un calorcito sabroso le fue subiendo por el cuello y, al llegar a sus labios, le hacía pronunciar más palabras raras: “traplancata pelemenque” y más: “burrufi!”
Desde entonces, cuando llegaba la hora de la cena aunque a veces se hablara a pedradas, no importaba para nada. Ahora él, con su recién adquirido don de Perempempete, podía hablar con Dios.
sábado, 10 de enero de 2009
domingo, 4 de enero de 2009
Caracas, la mía, a mano de “fuentes” periodísticas
por Eva Feld
Desde el año 1968, aquel escandaloso, en el que la juventud pretendía parar el mundo para apearse y en que ocurrió además del mayo francés, la rebelión de Checoslovaquia y el lanzamiento de un cochino en la campaña del partido demócrata en “las fauces del imperio”, tuve la convicción de que Venezuela sería para mí nada más y nada menos que la familia Fuentes. Una que vivía en Chuao, pero que desde esa urbanización moderna y urbana resumía toda la idiosincrasia, todo el humor y toda la alegría del país. La capital de ese valioso descubrimiento de mi época universitaria, no podía ser otra que la matriarca de aquella casa, Doña Blanca Meza de Fuentes. Una inmensa señora diminuta que me hizo degustar en su cocina las primera arepas hechas en casa, el primer café colado (en todas sus formas, desde el tinto hasta el guarapo, pasando por el guayoyo), el primer aguacate para el desayuno. Tenía siete hijos doña Blanca pero también nos prohijaba a las amigas de sus hijos. De modo que también fue en esa patria adonde recibí el primer regaño en idioma venezolano y mi primera felicitación. Fue en ese lugar de Venezuela adonde aprendí los poderes insondables de la risa, del jolgorio y de la broma. Fue en cada una de las calles de esa fantástica ciudad, es decir, en cada uno de los hermanos Fuentes, adonde aprendí lo que significa ser primogénito o benjamín; varón o hembra. Pero también: médico, abogado, músico, ingeniero, periodista, psicólogo, militar. La patria Fuentes estaba conformada por futuros profesionales liberales. Existía allí una constitución democrática, con separación de poderes. Pero el poder hegemónico lo ejercía una palabra, o mejor dicho un concepto, un sintagma, el del amor y en ese terreno, el alfa y el omega conducían inexorablemente a doña Blanca. Allí vivía metida en mis años universitarios aunque mi residencia estuviera fijada en Prados del Este, en una casa paralela a la avenida principal. Una casa adonde se hablaba en húngaro y en la que las relaciones estaban contaminadas por odiosos vocablos, tales como: madrastra, hijastra, hermanastra. En vano intenté durante algunos años teñir aquella casa con los matices aprendidos en la otra, que se aceptara la risa como divisa, que las peleas no fueran más que el aderezo de las conversaciones cruzadas, que las palabras vulgares no sufrieran exilio sino que gozaran de todos sus derechos y deberes como liberadoras de tensiones. Mi casa en Prados del Este, espaciosa y llena de luz, adolecía con las imposiciones de una política hegemónica de cuño freudiano en la que no se sabía muy bien qué cosas estaban prohibidas hasta que al cometerlas venía la descarga madrastral (valga el neologismo). Mi casa en Prados del Este quedaba alejada de todo, no existía vida urbana, ni cine, ni teatros, ni cafés, ni siquiera andenes para encontrarse a conversar. Cada familia se metía en su bella casa adonde para llegar requería de un automóvil. Durante el primer año de la universidad yo no tenía aun carro, así que debía caminar unas cinco cuadras para tomar un autobús que me llevara hasta Chacaito y de allí otro hasta la Plaza Venezuela. Demás está decir que aprendí en aquellas excursiones hacia la Universidad Central de Venezuela todas las canciones que pasaba por pares (“las dos ligaditas”) Radio Rumbos: desde Daniel Santos, hasta la Tito Fuentes, pasando por la Billo y Los Melódicos. “Mujer falaz impostora de caricias” comenzaba una de esas canciones que los conductores ponían a todo volumen y que a mi me impresionaban tanto como los adornos que llevaban: desde rosarios e imágenes religiosas hasta los primeros zapatos de sus hijos o perros que se pasaban el día entero asintiendo pues llevaban un resorte en el cuello y los amortiguadores de los enormes carros americanos, que servían de “por puesto”, les infligían semejante movimiento continuo. Yo estudiaba comunicación social y el contacto abrupto con la realidad nacional, viniendo desde un colegio privado y aislado, me sedujo sin ambages. Conocí pues a estudiantes de provincia que vivían en pensiones en Los Chaguaramos, conocí a dirigentes políticos estudiantiles de izquierda, conocí a profesores, a catedráticos, a políticos, a guerrilleros…Conocí a muchos de mis futuros colegas y me fascinó la concupiscente diferencia. Con una viajé al oriente del país, con otra entrevisté a los capitostes de algunos partidos políticos y de sindicatos. Para ello hube de pasear alelada por El Paraíso, por Coche, por La Vega, por El Silencio, por Catia. Populosas urbanizaciones totalmente nuevas para mi.
Para regresar a mi casa desde la universidad, al mediodía, me ahorraba el costo del “por puesto” hasta Chacaito, lo hacía a pie, por aquella Gran Avenida que tenía dos buenas librerías y luego la Calle Real de Sabana Grande, para pasar por delante del Bar B.Q Chicken Bar, porque me habían dicho que por esa zona se reunía gente interesante a conversar. Aun desconocía el Triángulo de las Bermudas, en la futura Calle Solano López, que aún no se llamaba así. Y que consistía en tres restaurantes/bares en los que se perdían los poetas. Fue precisamente en esas caminatas cuando hice mi gran descubrimiento, pues, mi compañera de andar a pie y a grandes zancadas, fue precisamente Elizabeth Fuentes, es decir, el vellocino de oro, que pastoreé, hasta llegar hasta su casa, mi país desde entonces.
La cotidianidad en aquella casa venía siempre matizada con historia y fui regalada con aquellos relatos preciosos de tías viejas, de patriarcas arbitrarios, de luchas vividas desde lo particular hacia lo colectivo. Me mantuve alejada por el tiempo que duró mi formación universitaria de mis propios orígenes Con la graduación universitaria vinieron grandes cambios, París, tantas otras mudanzas, sin que hasta ahora me hubiera detenido a pensar en mis anteriores moradas venezolanas. En Las Acacias, en Los Caobos o en La Pastora. Saldo esa deuda al transcribir aquí parcialmente, las memorias de mi padre, Juan Feld, (1923/2008) sobre cómo fueron nuestros comienzos en nuestra primera dirección en Caracas: de Toro a Pineda 41, en La Pastora:
En aquel tiempo, a mediados y fines de 1948, toda Europa estaba alborotada por la posibilidad de una inminente tercera guerra mundial. La cortina de hierro había bajado hacía poco, los rusos cercaron Berlín occidental para que no puedan salir suministros desde Occidente… Era sólo asunto de una decisión que Stalin podía tomar de un momento al otro, de dispararle a uno de estos aviones cuando sobrevolaba el territorio de la República Popular de Alemania, entre Alemania occidental y Berlín, y que USA lance bombas, posiblemente atómicas (que la URSS aun no tenía) sobre territorio soviético. En estas circunstancias es comprensible que nosotros, sobrevivientes de una guerra horrible, queríamos escaparnos a un lugar “seguro”…
.…sin referirme a los antecedentes hasta llegar a Venezuela, con mi esposa Marianne embarazada y con unos mil dólares en el bolsillo…: Llegamos en los días del derrocamiento del gobierno adeco (no teníamos idea de lo que la palabra significaba)), así que el Portugal no pudo atracar a la Guaira sino que nos desviaron a Puerto Cabello y allí tuvo que esperar 2-3 días en la rada, antes que nos descargaran y nos llevaran en camiones de estaca al campamento de Naguanagua, cerca de Valencia...o más precisamente a Güigüe. Nos alojaron en grandes galpones, poniendo un matrimonio en cada esquina. Las tres comidas las servían en un galpón-comedor, eran aceptables y suficientes. Hubo mucha gente, sobre todo rusos y ucranianos ¡(posibles exguardias de campos de concentración!) que llevaban varios meses allí, felices de poder alojarse y comer sin hacer mayor cosa, pero nosotros queríamos llegar a la tierra prometida: Caracas. Nos sacaron fotos, huellas digitales, datos etc. para darnos la cédula y nos hicieron exámenes de sangre etc. para darnos certificados de salud. Después de algún tiempo llegaron las cédulas pero no así los certificados de salud pues se perdieron los exámenes. Después de un tiempo más de espera, alquilamos un camión de estacas para que nos llevara a Caracas . La única dirección que tuvimos adonde llegar era la pensión Elefant, Toro a Pineda 41, en La Pastora.
El matrimonio, de apellido Elefant, era judío-húngaro-checo de Kasa. No hubo habitación para nosotros, pero, mediante un módico cargo nos permitieron dormir en sendos catres en el pasillo de la vieja casa colonial convertida en pensión-refugio para recién llegados. El día siguiente quería buscar un cuarto para alquilar, pero los Elefant nos convencieron que no pierda el tiempo porque: uno, hay una gran escasez de vivienda en Caracas y dos, de todas maneras nadie alquilaría nada a una mujer embarazada. Por otra parte, me hicieron una oferta generosa: me permitieron a mí y a otro matrimonio en condiciones similares, que construyamos una habitación en el jardín de la casa, para luego vivir allí gratis, pagando solo la luz y el agua.
Yo sabía mucho de mecánica pero nada de construcción; de todas maneras empecé a comprar cemento y arena, cargué los sacos desde la calle empinada de Toro a Pineda hasta el fondo del jardín, luego eché el piso de unos 4x4 metros. No sabía rematarlo, el concreto quedó poroso y cada vez que Marianne le pasaba la escoba, barrió medio saco de cemento/arena en polvo. Luego compré bloques y construí las cuatro paredes; madera y fabriqué una puerta y una ventana, finalmente teché todo con láminas de aluminio. Al llover, nuestra casa era un infierno: las gotas de agua en el techo de aluminio sonaban como un regimiento de ametralladoras.
Recuerdo un incidente: estando ya echado el concreto del piso, pero aun no seco del todo, traté de instalar la corriente (tampoco una especialidad mía) y, con mi usual apuro, quería conectar simultáneamente los dos cables con corriente viva. Con el alicate no aislado y con los pies mojados me pegué un corrientazo horrible y empecé a bailar y gritar. Marianne tuvo la presencia de ánimo de retirar el enchufe de alimentación.
…Conseguí trabajo en enero de 1949, en la fábrica de chocolates Savoy, ganando la entonces envidiable suma de Bs. 700 mensuales. Tenía que tomar un autobús desde la esquina de Dos Pilitas a Plaza España (hoy Avenida Urdaneta), de allí otro bus para El Valle. Hubo autobuses populares (aunque entonces no se llamaban así, sino que les decían “cucarachas” por la forma abombada del techo), a locha (Bs. 0,125) el pasaje y los modernos, cuadrados, a medio. También hubo porpuestos de Plaza España a El Valle, al precio inaccesible de 1 bolívar. Almorcé cerca de la fábrica donde un portugués, chuleta con papas o arroz, ensalada, refresco y café por Bs 4,50. Teníamos que comprar muebles, ropa de bebé, cuna etc. No nos sobraban los reales. Casi todos los 1000$ se fueron en las obras de construcción del rancho.
Se me acaba el papel y la paciencia y solo contaré cómo salimos de allí. Un día la señora Elefant acusó, delante de otras mujeres, que Marianne estaba robando comida de la nevera comunal. Específicamente dijo que recogió, con una cuchara, la grasita que estaba en la superficie de un hervido que ella cocinó. Entonces nos mudamos a San José del Ávila, pero esto debe ser otro cuento…
Desde Toro a Pineda 41 hasta ese lugar en ninguna parte adonde resido desde hace más de diez años, ha transcurrido un viraje hacia la incertidumbre y el caos. Caracas, inundada de basura y de inseguridad, de demagogia y de populismo, de proyectos, cuyo epicentro radica principalmente en erradicar lo preexistente y de diversos reconcomios, me mantiene, sin embargo, imantada, como en mi juventud, porque, aunque bajo eterna amenaza, vive bajo la suprema presencia de El Ávila; porque de ella proviene Lucía, la esposa venezolana de mi padre y porque aunque ya Doña Blanca Meza de Fuentes no esté entre nosotros, aun existe, siempre en el mismo sitio de Chuao, esa ciudad mía.
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