martes, 24 de junio de 2008

VIAJE EN MOTO HACIA LOS DEMÁS

por Eva Feld













Primera parte


Viajar sola me ha resultado siempre una experiencia exultante. Obedecer a mis antojos yextraviarme en lo lejos para mejor escuchar las voces internas que me pueblan podría resumirse en el concepto superlativo de huida perfecta.


Viajar sola ha sido siempre para mí el mejor escenario para nutrir

tramas y paladear vocablos extranjeros. Superior estado alterado el poder eclipsarme y de ese modo mejor investigar e inventar hasta hacer erguir, como componentes complementarios del genoma humano, a seres extraordinarios con vida propia. Entes eróticos, maniáticos, fanáticos, productos de la observación y de una atribulada fantasía. Más que protagonistas enmascarados y ambulantes de mis novelas y de mis cuentos, pobladores de la dramaturgia en que con el tiempo me he ido convirtiendo.

No viajar sola hubiera seguido siendo un rotundo imposible de no haber sido por el principio físico de acción y reacción. Aconteció que en un arrojo, probablemente de vanidad, se me escapó frente a amigos que planeaba hacer un viaje en moto por las regiones montañosas de Fagaras, en Rumanía, un destino lúdico, sembrado de monasterios ortodoxos de los siglos XI y XII. Mis amigos, moteros también, sintieron en la lubricidad de mis expectativas, la bífida mordida del deseo y antes de darme cuenta, me fui convirtiendo en amable intrusa de mi propio viaje.


Fueron ellos, pues, quienes lo fraguaron. Y, por supuesto, el viaje acabo siendo otro. Ya no a los monasterios en solitario, ya no al fértil ecosistema de una posible novela en la que antiguos iconos fungieran como posibles personajes, ya no solitarias rutas rústicas ni parajes misteriosos. ¡No!. Ahora partiríamos ocho personas a recorrer seis países en tres semanas. Ahora el viaje se iniciaría en Alemania, con repollo agrio y torta Sacher para invadir luego Austria, Eslovaquia, Hungría, Eslovenia, Italia desde Trieste hasta la costa amalfitana pasando por Venecia, Florencia, Pisa, el lago de Garda, las Dolomitas, unos metros de Suiza y a lo mejor, si cabía, la costa azul…


Reconozco que me dejé hacer, el guión se me escapaba de las manos, otros manejaban sus hilos concupiscentes. Otros delineaban los rasgos psicológicos de los personajes que se embarcarían en la novel aventura. Yo obedecía bajo esa suerte de hipnosis que se apodera de nosotros cuando aparece un líder. Uno que resultó ser muchos, pero todos muy distintos a los muchos que me pueblan a mí. Muchos eran, sí, ya lo dije antes, sumamos en total ocho (cuatro hombres al manubrio, cuatro mujeres en la parrilla) y todos reales y verdaderos, quiero decir los otros siete, menos yo, que pasé a ser la única ficción del viaje. La única inventada por los demás, la unívoca desemejante. Y por lo mismo, la suma de todos ellos, pues cada uno nutrió al personaje en el que devine, con sus propias emociones y expectativas, pero también con su pasado y los trazos más resaltantes de su personalidad.


Fui yo, pues, la única que no hablaba ivrit, la única que no conocía Israel, el único ser permeable y maleable capaz de ser simultáneamente protagonista y actriz secundaria. Tamiz y reflejo de todos los autores de un viaje memorable en moto en el que fui además, un poco arlequín y otro tanto marioneta a manos de otros que a fuerza de ser reales y verdaderos; de tener voz propia y libre albedrío; de hablar todos a la vez y de tener ciertamente y siempre algo que decir, me distrajeron de mi misma. Podría decirse que me salvaron de la amenaza que soy y me enseñaron a escuchar y aprender de ellos. Dos verbos regulares de uso múltiple en el periodismo y en cambio absolutamente intransitivos en la espesura de la escritura solitaria de quienes (como yo) optan por vivir en ninguna parte y hacen de la nada trama.

Sépase que quien anda en moto sin manejarla, queda completamente en libertad de soñar. Las nubes primaverales y sus consecuentes chaparrones, las autopistas atiborradas y las carreteras interurbanas, los paisajes pastorales o las olas con sus salpicaduras no hacen más que nutrir esa gran libertad. Una que nos permite regresar a la infancia o planear un evento; rememorar una lectura o tararear un aria; conectarnos a un i-pod para escuchar boleros y baladas y cantarlos a voz en cuello. Así que la trama consistía en hilvanar subtramas, nada más parecido a componer novelas. Tal vez la diferencia, esta vez, era que no me fuera dado inventar nada. Me repito, lo único verdaderamente inventado fui yo. Sin siquiera ponerse de acuerdo todos los guionistas de esta historia acordaron tácitamente, se entiende, que yo recibiera dosis sustantivas de otredad y puedo dar fe del éxito de su empresa. Fui durante el viaje, hombre y mujer, conductora y pasajera, sefardí y asquenazí. Renací sabra de padres polacos o rumanos, marroquíes o rusos. Leí en hebreo letreros en las sinagogas, saboree platillos árabes con fruición. Fui por momentos todos ellos.

I.


Evoco a lomo de 100 caballos de potencia mi juventud sionista, el ejército. Los años más difíciles pero más hermosos de la juventud, ¡cuánto añorábamos regresar a casa, dormir en cama, comer y beber manjares familiares y no acatar ordenes ni darlas!.


Fui instructora de artillería. No por ello menos dicharachera. Me queda de esos memorables tiempos, el esplendor de haberlos vivido y esta voz ronca por haber tenido que

instruir por encima de los decibeles producidos por los disparos y, a veces, superando el estruendo bélico. A decir verdad fue entonces cuando comencé a fumar. ¡Qué maravilla hacer un alto al fuego para aspirar aquel humo gregario que nos hermanaba aun más bajo el sol inclemente del verano o nos abrasaba por instantes en pleno invierno! Fumar y gritar eran entonces acciones antagónicas en el ejercicio armado, pero complementarios en sumarse para rebajarme la voz No por ello dejé de fumar, al contrario. Inhalábamos aquel humo comunitario al descampado y aprendimos a distendernos. Aspirábamos en cada bocanada el hálito de la vida que nos era encomendada defender y dibujábamos en humaredas nuestros ideales nacionales. Ahora mismo quisiera que nos detuviésemos en esta insólita campiña eslovena a fumarme un cigarrito, a estirar las piernas, a que me cuenten algo más de Europa. Esta es la primera vez que la visito. Cuando éramos pequeñas y nos bañábamos en el río jordano, nos parecía que las niñas europeas eran engreídas, Ahora pienso que alguna razón tenían para serlo. Quiero abrir los ojos lo más que pueda, quiero escucharlo todo, verlo todo. Quiero fumar, quiero fumar. ¡Qué se detenga la caravana!

II.


En este mirador encantado de Florencia sobre el río Arno, desentierro los recónditos recuerdos de mi madre. Era alemana, era bailarina, era gimnasta, era hermosa. Cada reflejo ocre o verdiazul me la devuelve en un rapto de ignición interna. Se fue de nuestro lado bailando, bailando emigró a América, bailando la recuerdo ahora, en este descanso atemporal en el que apeada de la moto la escucho narrarme cómo fueron sus clases de arte precisamente el Florencia, a mediados del siglo pasado. Oteo desde esta altura la Sinagoga más antigua de Europa y el poderío de los Medici, miro por encima de la espesura cultural el hormigueo incesante de millares de turistas atropellándose por visitar el Duomo o la Santa Croce, adonde falsamente yace Dante y me digo quedo, para que nadie escuche lo que pienso, que debo darle las gracias a mi madre por haberse llenado los ojos de belleza y por haberme transmitido desde mi gestación el amor al arte. Siento un cosquilleo en las sienes, mis dedos vuelan a prestarles auxilio. Los leves masajes que me doy reproducen esa especie de alucinación ancestral según la cual los hijos solo llegamos a conocer verdaderamente a nuestros padres cuando ya no están. Cuando podemos editar los recuerdos tristes, la enfermedad, la agonía. Aquí está mi madre, conmigo, en este viaje memorioso. Gracias a Dios por esta parada a la vera de una réplica del David de Miguel Ángel. Ahora, cuando reemprenda el viaje en moto, estoy segura de que recordaré más detalles y puede que logre captar alguno para plasmarlo en alguna escultura. Pero ¿cómo traducir en arcilla y en polímeros la velocidad y el movimiento? ¿Cómo desdibujar la añoranza sin recurrir a la figuración? ¿Cómo conciliar la multiplicidad de ideas con la ejecución interminable de cada pieza cuando requieren tanto trabajo?


III.


Tules, organzas, linos y algodones; sedas y tafetanes, hilos y dedales, son solo algunas de las sonoridades que me han acompañado toda la vida. En el vaporetto que nos lleva de regreso a la terminal ferroviaria de Venecia, luego de un largo paseo por callejuelas y barrios, vuelven a mi tacto cardenalicios terciopelos, sutiles florcillas extendidas en infinitos metros de batista que se transformaban bajo nuestra mirada de niñas, en sábanas y en dormilonas. La costurera venía a casa todos los días de la semana y nosotras, mi hermana y yo, fuimos aprendiendo todas las relaciones posibles entre la línea recta de las telas y los elegantes atuendos para bodas y barmitzvas. Es decir, entre plano y volumen mediaba la máquina de coser que punteaba incesante y avanzaba como una locomotora hasta verme ya adulta montada en una moto, forrada en telas nuevas, de alta tecnología para protegerme del viento y de la lluvia, de accidentes y de la estética. Pues hay que ver que estas chaquetas nos hacen ver como robots futuristas en busca de lo que no se nos ha perdido. Tanto más preferiría acortar el viaje y alargar el glamour, recortar el trayecto y ampliar los atuendos, abreviar la cabalgata de alta cilindrada y ampliar la circunvalación cultural en ciudades y pueblos. Comer, sobre manteles pulcros y almidonados, deliciosos platillos y suculentos postres. Pero la caravana avanza, el paseo de Venecia que habíamos comenzado por el barrio judío está por concluir, atrás queda la góndola y la duda de si en verdad cuestan, como escuchamos decir, un millón de euros. Las máscaras parecen pedirnos, desde las vitrinas, que nos quedemos, que las probemos sobre nuestros rostros. Lucen molestas porque preferimos escondernos adentro de los cascos y seguir zigzagueando entre camiones a 150 kilómetros por hora. Preferimos es solo un decir, prefieren ellos, los demás. Yo podría quedarme en esta ciudad maravillosa y probarme todos los pendientes que producen extraordinarios orfebres y modelar todos los vestidos de marcas famosas y apartar en cada tienda alguna prenda, para que sea mía la ilusión, aunque solo sea por minutos, de vestirme de gala y caminar sobre alfombra roja, en honor a la Serenísima.



IV



Sólo espero que la mujer que llevo adosada a la espalda como si yo fuese un caracol y ella mi hogar, comparta conmigo en este viaje veloz, la emoción y la excitación que da la libertad y la velocidad. Que cuando recordemos este viaje sonriamos siempre. Que toda vez que se lo contemos a alguien revivamos cada momento. Que ella haya visto en cada costa, la del Adriátrico, cuando nos detuvimos en Trieste, la del Tirreno cuando serpenteamos la carretera que lo bordea en la costa amalfitana, su nombre grabado por mí en la arena. Como cuando creyendo perderla porque el Atlántico se interpuso en nuestro noviazgo, yo le envié una foto de su nombre grabado en las partículas de esa otra arena, la del sílice, que desde entonces mantiene mi corazón tallado a su cuerpo, a su risa, a su alegría que es alegoría de su nombre hebreo y, claro, al humo que ambos exhalamos con la misma fuerza, como si fuese la chimenea, siempre viva, de nuestra pasión. Por cierto que ya llevamos casi sesenta kilómetros sin fumar. ¡Qué la caravana se detenga! ¡Queremos fumar, estirar las piernas! ¡Mirarnos los ojos! ¡Compartir exclamaciones y chistes! Somos así los sefardís: grupales, conversadores, alegres, familiares. Andar en moto sí, pero pararnos a menudo para hablar, reír, jugar, fumar, amar en voz alta al prójimo y al paisaje.


V.


Sí sí sí, viví toda mi infancia y parte de mi juventud en un kibutz y no puedo ni quiero dejar pasar ningún olor ni sabor, sensación ni canción que me lo perpetúen. Toda la memoria, la remota sobre todo, rebota en esa infancia comunitaria, en esa vocación de compañerismo, en esa vivencia. Canto a viva voz, canciones en ivrit, cuya letra me apunta un ipod clavado en mis orejas debajo del casco. A veces hasta hago bailar la moto para que siga el vaivén de esas melodías que más que evocar mi juventud, me la devuelven. Han pasado muchos años, es verdad, pero yo sigo joven. Han pasado muchos países y sucesos, negocios y matrimonios, es verdad, pero yo sigo siendo yo, el mismo muchacho exultante. Le agradezco a Dios cada minuto de la vida y por lo mismo no pierdo ninguno. Me despierto al alba para correr y aspirar la brisa clara del amanecer. Corro, pero no huyo ni persigo, corro porque al hacerlo, le doy gracias a Dios por cada uno de los músculos que me permitieron darle la vuelta a muchos países representando a mi kibutz y a mi país en torneos deportivos; le doy gracias a Dios porque al correr ni me alejo ni me acerco a meta alguna, sino que gozo del placer del desplazamiento. Luego desayuno y gozo de la masticación y la insalivación, por eso prefiero los frutos secos. Bebo café a sorbos cortos para prolongar el regusto por los aromas que despide la taza rebosante. Evito los carbohidratos y los azúcares, no vaya a ser que se acorte un ápice el circuito de la vida por la que corro con tanto regocijo. Ya llegan uno a uno mis compañeros de viaje, ya falta poco para llegar a la montaña, al frío, a la nieve, al júbilo. ¡Ah!: Llega la reina. Mi señora. El casco en la mano derecha, la chaqueta en la izquierda. Le regalo una imagen distinta de sí misma, jamás hubiera hecho un viaje así de no haber sido por mi.

VI.













-¿Cómo te llamas tú, mozalbete? ¡Qué a que no eres de por aquí! ¿Cuánto hace que has llegado? ¿Cuánto habrás de extrañar a los tuyos? A quienes hubieron de quedarse en casa mientras tú buscabas mejor suerte en otros aires. Igual que yo. Qué yo también tuve que marcharme de mi país y hacer patria en otro y ahora cuando ando por el mundo los demás confunden mis acentos y mis procedencias. Los unos creen que soy americano y los otros que finjo cuando olvido palabras en hebreo. Que terceros piensen que miento cuando les digo que soy venezolano y otros me lo creen demasiado. ¿Cómo te llamas tú moza linda de cabellos rizados? ¿Qué haces en estas tierras tan lejos de casa? ¿Cuánto hace que no ves a tus padres? ¿Sabrías decirme adonde se come bien? ¿Cuál es el menor restaurante? Pero eso sí, uno donde acudan los locales… Se ríen de mí mis compañeros porque con todo el mundo entablo conversación, porque con todos hablo y a todos algo pregunto. Cree uno de ellos que son técnicas de comunicación corporativa o psicodrama aprendido en algún curso intensivo de ventas o de gerencia por objetivos. Piensa otro que perdemos tiempo en cada una de mis incursiones en el alma ajena, pero no, simplemente soy así, de naturaleza sociable, gregaria, abierta. Viajar no es solo recorrer kilómetros y tragar autopistas, tampoco consiste solo en coleccionar fotos de lugares turísticos y comprar recuerdos o en paladear exquisiteces en cada lugar. Viajar es también transitar, navegar, explorar la vida de otros seres tan parecidos a uno mismo como diferentes, tan iguales entre sí como disímiles, tan interesantes para sí mismos como para mí. A veces, como ahora, hasta me gusta revisitar lugares que ya conozco, pues, al hacerlo con amigos, los veo a través de sus ojos y no con los míos. En verdad Positano ya no es aquel destino vacacional lejano en el tiempo en el que mis hijos preadolescentes correteaban a la orilla del mar mientras nosotros comíamos en este mismo restaurante de “Las tres hermanas”. Ahora es el sitio de escuchar las aclamaciones de mis compañeros de viaje, primerizos todos en la aventura cultural y hedonista de este lugar encantado y beber borbotones de agua mineral con gas, porque ni vino ni cerveza convienen en vísperas de seguir el viaje hacia Ravelo, de noche, por una estrecha carretera serpenteante para finalmente llegar a un hotel incrustado en la roca y dormir con el arrullo de las olas en su constante cópula con los riscos.

VII.




Del proyecto de viaje primigenio queda apenas un istmo. Mejor dicho un desvío en solitario, Rumania. No ya a los monasterios, ni a las montañas, sino al núcleo de una pequeña ciudad industrial, mi patria chica. Se desdibujan de las paredes los vestigios del comunismo, la ciudad bulle en su crecimiento. Cada segunda tienda vende artículos útiles para la construcción. Los gitanos pululan en automóviles de envejecido lujo. Los mercados despliegan toda la mercancía del campo, los ventorrillos desprenden olores a hierbas. Los dulceros siguen vendiendo salchichón de chocolate, los favoritos de mi infancia, durante la cual eran tan difíciles de conseguir. El latido de la ciudad me desvela, grandes almacenes transnacionales ocupan hectáreas con sus relucientes mercaderías procedentes de Europa, de Asia. Nada que ver con la escasez y la agonía de apenas dos lustros. Echo en falta a quienes ya no están pero igualmente los visito y fiel a las tradiciones como con ellos mititei y tomates, bebo con ellos aguardiente de ciruela, converso con ellos sobre lo cotidiano como si yo nunca hubiese emigrado ni ellos hubieran fallecido. Me reúno también con los vivos, con familiares, con compañeros de estudios. Notablemente con Dan Antoci actor de profesión y de alma. En la sala de su casa, rodeado por sus objetos de siempre, acompañado por su hijo parapléjico y su joven compañera resume en sus gestos, en sus muecas la síntesis de su vida, ligada, eso sí, a la de su país, a la de su ciudad. Manipula, gesticula, irradia, brilla. Trabaja en el Teatro Nacional. Ahora mismo ensaya el monólogo de La canción del cisne de Anton Chejov ¿Quién mejor que Dan para interpretar aquello que para el dramaturgo significó la contención de emociones para hacer que los sentidos del espectador perciban la esencia de lo efímero de la vida y del propio quehacer teatral? Un nudo aprisiona mi garganta, no conocí nunca a un ser más auténtico siendo actor ni más honorable histrión. La moto se aleja de la escena inconclusa, baja el telón.



domingo, 22 de junio de 2008





Periodista venezolana tránsfuga en mi nueva novela

Por Eva Feld




Pocos momentos fueron tan estelares en la historia del periodismo venezolano de finales del siglo pasado como el advenimiento de El Diario de Caracas. Bajo la batuta de Tomás Eloy Martínez y la estrategia de Rodolfo Terragno –argentinos, demócratas y defensores del libre ejercicio- una docena de jóvenes periodistas aprendieron a aplicar la máxima que los urgía a escribir “en cada línea una información y en cada párrafo una reflexión”. Se trataba de aprender a mezclar las técnicas narrativas del llamado “nuevo periodismo” según el cual el periodismo se erigía a la altura de un género literario, con las del “periodismo interpretativo”, cuya meta era nada menos que elevar el grado de completitud del periodismo mediante el manejo de la analogía, la dialéctica y demás recursos de la investigación y de la lógica. Pero, además, hubo que aprender a resumir, a sumariar y a jerarquizar las informaciones hasta descartar toda viruta, todo ruido y toda lágrima superfluos. Sin embargo, hubo momentos en los que las crónicas parecían cuentos, capítulos de novela. Así llegó a ser esa bisagra limítrofe entre los géneros y fue así como periodistas y lectores aprendieron que narrar es uno y el mismo verbo y que es otro el lindero entre los hechos objetivos y los de ficción. Luego, otro tipo de magnetismo fue causa de deriva en el periodismo venezolano, distintos vientos impusieron nuevos derroteros. Algunos periodistas venezolanos saltaron durante el pairo para virarse hacia la ficción, ya lo habían hecho antes que ellos Sándor Márai, Truman Capote, Gabriel García Márquez, Graham Greene entre otros, sólo para volver a confrontarse con matices, inferencias y alegorías. Pues si en periodismo se persigue comunicar, el objetivo de la literatura está contemplado en si mismo. Es por ello que ni siquiera el mismo lector (incluyendo al propio autor) encuentra lo mismo en el mismo libro cada vez que lo lee, mientras que un reportaje es un reportaje es un reportaje.

De esta génesis provienen también mis cuentos de Mujeres y escritores más un crimen (editorial Warp), del cual publicamos un cuento bisagra entre la realidad y la ficción, entre el periodismo y la literatura y, en este momento, entre el cuento y la novela, ya que a partir de él, he escrito mi tercera novela, titulada La senda de las flores oblicuas (Ala de cuervo 2005) cuya protagonista, una periodista, venezolana tránsfuga, se empeña en descifrar los enigmas de Corea con un enfoque periodístico pero queda prendada en la introspección literaria.

Nota de aladecuervo.net: La Novela de Eva Feld, La senda de las flores oblicuas, (ya publicada) originada en este cuento, estará en circulación seguramente para el mes de julio, por supuesto que bajo nuestro sello editorial. Pero no se hagan ilusiones, la novela apenas tiene aquí su origen, es otra cosa, tendrán que leerla.


Epistolario real con un escritor fabuloso

Para mí Chicago (con sus suburbios) es el epicentro del repliegue comunitario, la dirección general sectorial de parcelamiento étnico, religioso, idiosincrásico. El plano ultracuadriculado de la ciudad favorece el cliché: dime dónde vives y sabré a qué hueles, pronuncia tu apellido y sabré qué piensas. Negros, asiáticos, polacos, mexicanos, hindúes, judíos, cada calle despliega cierta etiqueta, cierto estigma, cierta moral. Esa placenta emblemática convierte a todos los Pérez en hispanos, a todos los habitantes de Skokie en hijos de Israel, a los vecinos de Evanston en protestantes y así conviven en santa animadversión millones de personas afincadas en sus minorías, pero metiéndole el hombro al gran sueño americano.

¿Cómo lo sé?: Viví justamente en Skokie con apellido judío y bajo perjurio agnóstico. Rubia de ojos azules trabajé en la radio hispana y pretendí hacer un reportaje en las tiendas esotéricas del barrio puertorriqueño, donde encantadoras brujas producían sahumerios respondiendo en golpeado inglés a las preguntas que yo les dirigía en perfecto español. Cuando les aclaré de viva voz y con toda la gestualidad del caso que les estaba hablando en español me increparon en inglés:

- You polish?.
- Ay Bendito (les respondí remedándolas) les digo que no, que no soy polaca.
- What d’you want?- insistieron.
- Hey ladies, I am Venezuelan, I speak spanish.
- Ay Bendito- le dijo una a la otra- la polaca dice que habla español.

Los hispanos me trataron siempre como polaca, los polacos como judía, los judíos me consideraron siempre como hispana, los negros como rubia, los rubios como rara, los raros como mujer. Era, además, madre sola en un barrio cauterizado con moral burguesa. Las feministas no avalaron mi indisciplina y los varones desaprobaron mi pacatería por juzgarla inversamente proporcional al color de mis cabellos. Anduve sola y desafié otros estigmas cuando los solitarios rechazaron los gajes de mi oficio preguntón y me tildaron de fisgona. Así transcurrió un año, hasta que cayó en mis manos una publicación de procedencia dudosa. De un octavo, el panfleto no afluía de la clandestinidad pero tampoco de imprenta industrial. Su título podría traducirse al castellano como Líneas Nocturnas. Sentí que el aliento de un mensajero noctámbulo me explicaría ese sentimiento de impertenencia que me desolaba. Pensé que la respuesta emergería de la noche: apenas se apagaran las luces, la gente se despojaría de sus prejuicios y aceptaría, al amparo de la oscuridad, sus diferencias. Pero aquella cosa, esa revista, resultó ser un periódico sáfico, un efluvio del universo lésbico. Luego, a medida que lo hojeaba advertí que no era estrictamente “femenino”, cabían allí los gays, los travestís, los bisexuales y hasta otros.

Tomando en cuenta las circunstancias, un abanico tan amplio me sorprendió con pánico. Fue entonces cuando detecté el motete Mook; alguien con ese nombre decía en una columna las cosas más abismales que jamás haya leído. Descubrí que no era sólo lo que decía sino su forma de hacerlo, las palabras se arrojaban violentamente de cima a sima, contagiaban vértigo, me empujaban al vacío, abrían la tierra a mis pies. Me encontré enterrada viva en lo desconocido, en mi total ignorancia, en mi propia intolerancia. A punto de desfallecer me aferré a frases cuyos múltiples sentidos me catapultaron hasta la estratosfera y me dejaron allí agonizante. Una galería de personajes caricaturescos desfiló ante mis lágrimas que como prismas los descomponían y los reproducían. Fueron centenares de seres disímiles y casi todos altisonantes. Esa mezcla de miedo y excitación - con escalas en el remordimiento, en la duda, en el terror y en el frenesí-, precipitó y agigantó mis visiones, las cuales a su vez retroalimentaban el miedo y la excitación. Con el impulso vital que otorga la maternidad me resarcí. Abandoné el texto sospechando, incrédula, un contenido alucinógeno en la tinta. Enfrenté mis obligaciones con estoicismo (el niño, la radio, el horario). Pero, aunque lo negara, ya me hallaba inoculada. Fue en verdad una dosis intravenosa la que me trasladó al país de las maravillas de Mook, donde los más abyectos rechazados se discriminaban entre sí o se agrupaban, sin ninguna lógica aparente, como ratones de laboratorio tras toda clase de experimentos químicos y nucleares.

Mi jefe en la radio, un capataz cubano que estallaba en roncas carcajadas al oírme llamar zamuros a las auras, comenzó a recriminar mi falta de atención. Las noticias que defecaba en diarrea perenne el telex conectado a las agencias nacionales se amontonaban a mis pies inmovilizándome. Todas lucían como insípidas repeticiones de lo conocido: “Borrondongo le pegó a Mochilongo”, “los Estados Unidos mantienen firme su política de respaldo a las democracias del mundo”, “el cupo para hispanos en la educación pública es el tema que debatirá esta tarde la Asociación para la Educación de los Hispanos, organización que ha mantenido un firme lobby en Washington a favor de la causa”. “El Mayor de Chicago autorizó la parada mexicana en la calle Monroe”, etcétera.

Los kilómetros de cables se sucedían en inglés, pero sólo los de interés estrictamente hispano eran severamente versionados al español. Bueno y también aquéllos muy escandalosos o de repercusión extraordinaria. El señor cubano prefería los servicios profesionales de sus compatriotas, a quienes les decía, mirándome de soslayo, “estamos cagados de aura: ésta está en la luna”. Los paisanos subalternos se crecían, y se abalanzaban sobre mis piernas de donde rescataban decenas de notas para traducirlas al pie de la letra. Todos los cubanos eran perfectamente bilingües, almorzaban juntos los días laborables y aborrecían a Fidel. No como “ésta” o sea yo, que llevaba días purgando los vestigios de mi condición de inadaptada, de exiliada, más ahora que la sintaxis y la prosodia del tal Mook me confrontaban con mi propia pequeñez, con mi estrechez y con mi vileza, ahora que me parecía tanto a mis propios detractores. Yo, la más incomprendida minoría absoluta en este mundo, huía y a la vez me zambullía en las crónicas fabulosas de Mook con malsana curiosidad periodística; estaba ávida de nutrientes para mi peculio intelectual. Mook me hostigaba cada semana con su más allá y cercenaba sin piedad todas mis escasas semi certezas del más acá. Mook seccionaba con fino bisturí el sistema circulatorio y neurológico de su entorno, sangre, dendritas, semen, mierda, todo estaba expuesto en sus escritos. Olores, texturas, tonos, se colaban por las entrelíneas.

Supe por él, por ejemplo, que el universo homosexual no es inmune al chauvinismo, perviven, pues, marginalidades en su seno; los matices y los grises que las diferencian entre sí arrojan sombras chinescas a sus dramas nada unívocos, en los cuales sobredimensionados afectos, rencores, lutos, envidias, avaricias y vanidades aderezan la consabida condición humana con un toque de extravagancia. Aprendí que existen americanos blancos (o negros, o mexicanos, o asiáticos, o judíos) desarraigados sexuales, exiliados de su propia minoría, vagando en la inmensidad urbana, en competencia y contradicción con sus propios ideales sociales, étnicos, sentimentales y genitales. Son mujeres atrapadas en cuerpos de hombres que están condenadas al mundo del espectáculo, del escenario, para al menos satisfacer esa esquina de su libido que se contenta con sedas, plumas y silicona. Son hombres temerosos del alba y de su propia barba, que odian a los gays, por rivalidad frente a los hombres de verdad; son hombres, que a su vez son rechazados por sus rivales homosexuales; son vampiros nocturnos que cazan a sus presas en bares de toda reputación, sitios que se llaman Vortex o Fusion, donde beben, inhalan, penetran y ejecutan con libertad, sin que por ello proclamen alguna homogénea felicidad, sino apenas, y con reservas, una exigua pertenencia. En esos lugares coincide toda clase de rarezas, sus retratos, vidas, chismes y cuentos son los afluentes de una inmensa cascada, cuya caída libre describe Mr. Mook con la maestría del que es al mismo jugador de ajedrez y ficha en el tablero, triunfador y perdedor, observador y partícipe.

Intento traducirlo del inglés aprovechando los gajes del oficio radiofónico y descubro desconsolada que apenas logro versionarlo. Intento expiar mis resquemores, pero también me motiva cierto orgullo al sentirme descubridora de un narrador de la talla y el riesgo de Guy de Maupassant, el más genuino orillero cuentista del siglo XIX francés. Si Guy anduvo por los lupanares con la familiaridad de un felino consentido y descargaba el resto de su potente energía remando y riendo en el Sena, Mook anda por estos ultra modernos centros nocturnos de placer urbano, donde vistosas reinas trasvestis y otros coloridos personajes lo acogen cariñosamente; luego, para extenuarse, se encarama en sus patines lineales y castiga sin piedad la ribera del lago Michigan. Mook, como Guy, sabe de demencia y ama los gatos.



Mook por mi versionado

1

Los teólogos dividen las religiones en dos categorías: panteístas y trascendentales. Los primeros ven el universo como a Dios y viceversa, es decir: una uva tan sagrada como una galaxia, ningún distingo entre el creador y la creación. Los segundos ven a la Deidad como a una entidad totalmente diferenciada y separada del mundo, el gran maestro de ceremonias, el hacedor de vidas que no tiene tiempo para sangrientos detalles. Para acortar la brecha entre estos dogmáticos extremos, algunos credos han postulado una jerarquía de seres celestiales, intermediarios angélicos o demoníacos, que sirvan de enlace entre el Todopoderoso a quien no le importa un carajo por un lado y las ostras con sentimientos por el otro. Estos intermediarios jerarquizados, estos seres marginales, suelen desempeñar roles de camafeo en las sagradas escrituras, en el arte renacentista o en la televisión: sea frenando la mano de Abraham presto al sacrificio de su hijo, posando como querubines para Rafael o perpetrando traumas umbilicales para Mi Bella Genio en la televisión. Visualicemos tal genialidad siniestra, cuando su tarea consista en monitorear episodios en excéntricos locales nocturnos:

Jo (italiano, gay y diseñador gráfico), durante su faena en el susodicho bar, se hallaba en labores propias de su oficio (barrer, coletear, recoger las botellas sobrantes y proveer nuevas frías nacionales e importadas) fue llevado por el olfato a detectar una en particular, una que, erguida, desafiaba la gravedad del asunto. Confirmó tactilmente sus sospechas al constatar que en efecto el hedor se correspondía con aquel fluido de consistencia viscosa y brillo particular que la embadurnaba.

El asunto no pasó inadvertido, la noticia se regó inflamada. Hubo quien insistiera incluso en determinar la marca o la procedencia de la botella, no faltó tampoco quien pegara el grito en el cielo, pues los actos estaban formalmente prohibidos en el local. Pero al final, cuando ya la escena se creía casi superada, surgió la idea de sacralizar el objeto, fue así como ese día la botella marrón, de cerveza importada, fue convertida en icono.

El cuerpo del delito acabó inexorablemente en el tarro de la basura, no así la moraleja espectral: “Nos definimos a nosotros mismos y acordamos significados sólo a través de aquellos seres u objetos a quienes amamos”.



2
Arrímate al bar de Rob, o a su vida, y escucharás más pronto que tarde acerca de su más preciada pertenencia: una deformada, gastada y rojal camiseta de Astro Boy. Un regalo.

¿De quién?: Piel sedosa como rosa, cabello azabache flagelándole el culo, gestos de jujitsu, sutileza de pantera y belleza trascendental de bodhisattva. Jade Michiko fue quien le dio la franela a Rob.

- ¿Quién?: “Ella llegó a mi vida sólo para desaparecer, con el mismo misterio y la misma majestuosidad, como salida de un sueño” susurra Rob. Lo único que le queda de ella es esta camiseta, de cuya veracidad no puede quedar duda alguna a juzgar por las manchas de sudor y las mangas desflecadas.

Jade suele trasladarse del Este al Oeste no como misionera, ni tampoco para abrir nuevas rutas de intercambio comercial, sino para librarse de su padre. Hija de un potentado japonés, Jade ha recibido lo mejor y lo peor de una cultura que simultáneamente reprime y enaltece a las mujeres. El hecho de que Jade hubiera buscado su secreta salvación en Nueva York, financiándose con las tarjetas de crédito de su padre es un absurdo que súbitamente cobra sentido, tan pronto como se sepa más acerca de ella, que Dios bendiga su alma inquieta.

Eludiendo a sus sirvientes personales y a sus guardaespaldas (como muchas otras veces), Jade saltimbanquea por Asia, el Cercano Oriente, Europa, a través del Atlántico hasta Nueva York, en un peregrinaje de auto descubrimiento sáfico. Espíritus benignos y fantasmas reencarnados de sus ancestros son redescubiertos en los clubes nocturnos que la amparan como hermana. Sacrílega salamandra que se escurre entre las más notables divas trasvestis, amigos tronos, chicos nocturnos, miembros de la nocturnidad, lo pasa de lo mejor. Allí es donde la conoció Rob cuando trabajaba de barman en Nueva York.

“Justo antes de que vinieran por ella y se la llevaran- dice Rob, sin dejar de murmurar- me dio esta franela. Vi como literalmente la removían. Nunca olvidaré sus gritos, que sobrepasaban la escala sonora”.

Jade y su padre tenían un pacto de caballeros, si se quiere una política de puertas abiertas, resumida en veintiún demandas todas convergentes y equidistantes, todas relativas a la total obediencia de la hija hacia el padre. Ella tan salvaje y expuesta a las tentaciones del universo y deseándolas todas, ella de la era de Acuario y del éxtasis ¿cómo podría sucumbir a la disciplina Samurai y Shogun? Siempre la encuentran. Siempre”.

Rob había notado la aparición de la falange que constituían los hombres de negocios japoneses, una isla de convencionalismos corporativos, una organización multicelular, en medio del devaneo y el frenesí dionisiaco en el que Jade bailaba (ataviada con un mono de spandex y azaleas, coronada de crisantemos y en la mano, un lirio) e ignoraba los gestos frenéticos con los que Rob había tratado de prevenirla desde la barra del bar.

La resistencia que Jade opuso a sus captores fue muy similar a su huida, es decir un show, una manera de aferrarse a lo mejor de dos mundos. Cíclica recurrencia alterna entre la esclavitud y la libertad. Dos semanas más tarde, al mes, o será dentro de tres años, Jade se volverá a escabullir, repitiendo el mismo harakiri, para reunirse nuevamente con sus amistades excéntricas, extravagantes, raras, con quienes pueda trascender aunque sea por instantes. Mientras tanto Rob el Astro Boy se aferra a su camiseta, a ese retazo de tela semi podrida, como a un salvavidas, como a un símbolo de su propia libertad. En lo más profundo de su corazón, el sabe que ella regresará...Y si se quedara...



3
Sir Speedie, Lord del Cristal y Duque del Meth es el Campeón del día de las 96 horas: Tick-tock, tickety-tock-tock. Se levanta el jueves por la mañana junto con las masas, su descomunal bostezo precede y acompaña las depresivas noticias matutinas y saluda los regocijantes humos de su café expreso. Los perros son paseados, la llegada de cada empleado es debidamente asentada con hora y fecha en los relojes laborales. Cafecitos de media mañana y luncheras para el almuerzo acaban con el ante meridien y dan pie al post, el cual desemboca inevitablemente en la hora pico de tránsito terrestre y en las noticias estelares. Camas sin tender y matrimonios sin ternura, la conciencia burguesa sucumbe por fin ante el sueño, fin de ciclo. En cambio el día apenas comienza para el Duque que ya se encuentra en pleno zumbido. Repletos el culo y la nariz de polvo, Speedie experimenta una aguda pureza en el espacio- tiempo. Pupilas dilatadas, presión sanguínea in crescendo, encendidos vaporones en el rostro. En pies y manos, cosquillas, hormigueos. Esto y lo otro reclaman diligencia y conclusión, casi todo acaba resuelto, ya que al maestro del aceleramiento psicológico y fisiológico, le resulta simplemente imposible quedarse quieto. Además con tantas cosas que hacer, ¿quién querría detenerse?. Otra urgencia que resolver con celeridad, y otra más, mientras el tiempo se va encogiendo, el espacio expandiendo y el resto de los mortales durmiendo. Juega ahora con varios principios termodinámicos, muchos de los cuales resultan incomprensibles hasta para alguien tan volado como él. Alcanza el día número tres, ajá, 72 horas corridas de trabajo y juego, trabajo y juego, con un añadido de 1/3 al cuadrado, logrando aumentar en 2/3 partes su capacidad de juego y trabajo sobre aquellos que recurren a la posición horizontal y al ocio. Creará en los próximos minutos, el equivalente a un día completo de experiencias inéditas. La idea lo excita tanto que sale disparado a pertrecharse con unas cuantas botellas de cerveza para celebrar. Su ingesta de intoxicantes, así como su diversificada interacción sexual, es una forma de retorcer las ecuaciones que controlan sutil aunque acompasadamente sus efluvios internos y externos de energía. “Vivir es experimentar” pontifica el Duque “y vivir bien es experimentar al máximo y lo más intensamente posible”. Confunde calidad con cantidad, velocidad con aceleración, una carrera con un maratón, ordena otra ronda en el bar. Su sistema absorbe el alcohol como una esponja mágica. Anhela ahora otras calorías y empieza a notar la repentina Epifanía de calma relativa, el mundo externo comienza a acelerarse paulatinamente, Speedie está metabolizando la experiencia más lentamente que hace apenas un momento.

Como proveniente del sueño que Speedie no tuvo la víspera, un anciano despeinado, cuya edad en número de años suma las horas de vigilia de Speedie, atraviesa su campo de visión. Dando traspiés apoyándose en un bastón, el viejo comienza a salirse misteriosamente de toda sincronía. Ciertamente se está moviendo más rápido que los que lo rodean, mucho, mucho más rápido, una bizarra anomalía temporal en ese mundo anfetamínico ya anacrónico. El anciano echa una mirada hacia la barra y al establecer contacto visual con Speedie, se desploma. Su bastón lo precede en la caída y la resonancia de la madera pulida contra el cemento produce un clackety- click-clack que repentinamente despierta al Lord de sus postradas ensoñaciones. Amanece lunes, ¡ah, sólo faltan tres días para que sea jueves nuevamente!.

Mi regreso a Caracas fue con sobrepeso, cargaba a cuestas mis descubrimientos, mis experiencias, mis sobre dosis de Mook. La soledad lucía ligera, liviana, casi gozosa, mis expectativas nulas. Volvía a lo conocido pero despojada de continuidad. Al comienzo la investidura semiclandestina, anoréxica y anónima me sentaba de lo mejor. Atrincherada entre cuatro paredes, auscultaba el pulso de las informaciones locales, los avisos clasificados (en busca de empleo), los noticieros. Nada. Tímidamente llamé a mis amigos, a mis colegas, a algunos conocidos pero podía escuchar la cacofonía de mis palabras que retumbaban en el vacío absoluto. Los periodistas me tildaban de ama de casa, las mamás de intelectual, los profesores de burguesa, los ricos de venida a menos; los nacionalistas me consideraron “una vendida al imperialismo yanqui”, los gringos me seleccionaron, por mi entrenamiento radiofónico bilingüe, para trabajar en La Voz de América y cuando huí a causa de mi total afonía ideológica hube de pagar con más burlas mi renuncia a un salario en dólares: periodistas. mamás, intelectuales, profesores, burgueses, ricos y venidos a menos se rieron de mí al unísono: ¡Ideología! giá giá giá...

Al cabo de un año me convertí en un seudónimo. Firmaba a destajo columnas o entrevistas, reportajes o crónicas que lanzaba a la opinión pública como si de bombas Molotov se tratara. Quería dinamitar los espacios culturales, sociales y políticos y desafiar los prejuicios semánticos,. No se crea que cambié para ello mi nombre ni mi apellido. Mi firma no sufrió alteración alguna, fui yo, yo misma, mi persona, la que se convirtió en seudónimo y como tal me volví invisible, insondable y claro, inabordable. Llegué a añorar aquella otra soledad, la de Chicago, pero sobre todo a Mook. Coincidió mi fiebre nostálgica con la adquisición de un módem para mi computadora. Pasaba largas horas de circunnavegación solitaria, recibí noticias de Australia, de Buenos Aires. Me enteré por correo electrónico del nacimiento de Agoston, ocurrida en Noviembre, en Budapest. Alguien adivinó mi perplejidad, pues en seguida recibí una explicación: “los nombres antiguos están nuevamente de moda en Hungría”. Me sonreí de buena gana cuando leí que muchos de los viejos nombres nuevos se escriben según la fonética húngara: Jacqueline por ejemplo se deletrea Zsakelin. Me sorprendí de la popularidad de los nombres hispanos, hay Alfonszo y Karmen a discreción y resucitan también los nombres hunos: Attila, Csaba (que se lee Chaba).

Poco lograban estas distracciones aliviar mi melancolía. La aldea global plana, una infinita llanura sin cimas ni simas. Hasta que de pronto localicé a Mook en la pantalla. De nuevo encuentro letras calóricas por lo de: “…nos definimos a nosotros mismos y acordamos significados sólo a través de aquellos seres u objetos a quienes amamos”.

El vigor volvió a inundar mi cuerpo, la aceleración mi cerebro. Hago volando miles de diligencias, recados, mandados y aún me queda tiempo para jugar y trabajar, jugar y trabajar. Hago 2/3 veces más que los que en posición horizontal sueñan ociosamente y constato con alegría que cada rato vuelve a ser jueves.



domingo, 8 de junio de 2008

La palabra como responsable de la decantación erótica




por Eva Feld


¿Eros? ¡Erotismo!:

No pretendo competir con Wikipedia, con Google ni con ninguna otra enciclopedia virtual o buscador omnisciente del ciberespacio. Que Eros es un personaje mítico recreado ampliamente por Robert Graves, en su vasta investigación sobre la mitología griega, o que sea el hijo dilecto del dios machista de la guerra y de una insolentemente lujuriosa diosa es una de las ficciones más difundidas de la cultura occidental, es decir, una de las mentiras más repetidas y por lo mismo una de las verdades mejor refrendadas. O es que acaso los nombre latinos de Ares y de Afrodita, no produjeron incluso un insulso best seller titulado Los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus. ¿O es que el nombre latino de Eros, Cupido, no sigue sobrevolando la fantasía romántica cada 14 de febrero, día de los enamorados, para beneplácito de la economía de mercado? Helo aquí al querubín con su carcaj lleno de saetas para que las parejas se enamoren, para lo cual escoge una flecha con plumas de paloma o para odiarse en cuyo caso usa flechas de cuervo. No quiero saber nada del joven adalid de buen corazón que tras muchos capítulos acaba perdonando la traición de su mujer, Psique, en aras del amor y que inspira hasta nuestros días las más variadas tragicomedias. Tomo pues su nombre con alevosía para definirlo a mi manera, menos académica y más lasciva; para desenterrarlo del terreno de la cursilería y de la moralina y atribuirle otros poderes: la pulsión, el pathos, la arbitrariedad creativa.

Eros es una fuerza centrípeta capaz de catapultar al humano más allá de sí mismo. Es pues un adverbio de lugar, tal como lo es la buena literatura. Aquella que se ubica entre la palabra y el silencio, entre lo expuesto y lo que se encubre; en el interlineado donde palpita todo aquello que se intuye, todo aquello que se infiere.

Se oculta aquello que no se quiere mostrar, se esconde lo que no debe ser encontrado y en ese juego dialéctico que consiste en penetrar lo desconocido hasta devorarlo o por el contrario salvaguardar aún bajo falsificación sus misterios para vencer el estupor, vive no el cupidito mediocrizado por adulteración y edulcoramiento sino su energía cósmica, caótica, genésica. Una energía que impregna no sólo la sexualidad, sino la política, cuando es tomada en serio; la estrategia militar, cuando no anda desvirtuada por ínfimos prohombres desvirilizados; la amistad cuando no se limita a la rutinaria repetición de sensiblerías; la maternidad, cuando supera el estereotipado embelezo producido por valores viciados; el trabajo cuando el hombre logra sentir su capacidad de incidir.

¡Ah! Pero donde todo ello ocurre desde siempre con supremacía, permítaseme el abuso del adverbio de sitio, es en aquel lugar en ninguna parte donde concurre la imaginación y la cultura, que no es otro que la poesía y toda buena literatura de ficción lo es. Eros trasciende, pues, lo meramente sensorial, la llamada de la hembra, el aullido del macho. Eros es la sustancia del Santo Grial, la transfiguración áurica. Pero la alquimia no se resume en el mero deseo, en la pura inteligencia ni en la imaginación. Requiere de pipetas e infiernillos para mezclar y calentar los humores, los corporales y los anímicos, pero también los que provienen de la destilación de las piedras más las sedimentaciones y secreciones telúricas y astrales.

No, el verdadero Eros no reside en las endorfinas como quieren hacernos creer los científicos posmodernos. No son la dopamina ni la feniletinamina los genuinos responsables de la decantación erótica, sino la palabra. Lo que se dice y lo que se calla, lo oculto y la conjetura, la elevación y el abismo.

La “erótica” provoca inferencias múltiples y escalofríos. Esto ocurre cuando la musicalidad de las palabras produce estados alterados; cuando la historia narrada, pintada o interpretada por voz, instrumento u orquesta penetra lo desconocido sin desvelarlo y le permite a cada cual inferir en vilo su propio camino iniciático.

De la cópula entre la página en blanco y las letras que conforman y concatenan palabras nace, por ejemplo, el universo erótico en La violación de Lucrecia de Shakespeare. Que nadie venga a estas alturas a nuevamente descifrar su forma ni su contenido. Que quien la lea se encabrite y se alebreste en la voluptuosidad. Que no se conforme con la anécdota. Que sospeche en el interlineado que Lucrecia, manchada en su honor por el mejor amigo de su marido, decide ponerle fin a su vida de su propia mano, no por tristeza, vergüenza ni rabia, sino tal vez porque ha perdido la inocencia al descubrir el poder erótico a través del deseo desmesurado y temerario de un rey capaz de arriesgarlo todo por un momento de voluptuosidad. Y, cuando él le pide guardar el secreto porque “todo misterio dura tres días” y le dice: “si callas habrás aprendido de las piedras cuanto hay que decir” y le ordena: “¡Calla y besa!”. Ella sabe que no podrá callar porque hacerlo equivaldría a nunca haberlo vivido.

De la cópula entre un español y una negra esclava, nace en un poema de Marisol Marrero, una niña/palabra. Una que lleva en la piel la marca candente de la carimba para recordarle a la madre su infame origen. Pues ¿cómo amar a quien se odia y como dejarlo de amar? La carimba grabada en la piel de Marisol Marrero le ha exigido desde entonces narrar sin detenerse y el protagonista de todas sus novelas, cuatro hasta la fecha, se llama erotismo.

Otras violaciones han ensangrentado el subconsciente erótico femenino en Venezuela, por ejemplo, la de la protagonista de La favorita del señor, de Ana Teresa Torres, en la que la escritora psicoanalista sintetiza en su personaje una recurrente fantasía de mujer, la del pathos que produce ser deseada eróticamente, en grado superlativo, por un raptor. En este caso un ultraje que trasciende el mero sexo, pues el sujeto de la pasión es también el verdugo de su pueblo, el saqueador de su ciudad, un tañedor erotómano de la destrucción y de la muerte.

¿Muerte? Sí, ya lo dijo Teódulo López Meléndez en un memorable poema, producto de su aguda penetración en la condición humana, fuente y nutriente del conocimiento erótico:

Desde la muerte
la mirada cambia
una palabra

O como lo digo yo misma en mi primera novela, Los vocablos se amaron por última vez, con relación a otra amenaza de muerte erótica:

Patria es el humor
que decantamos
en el alambique copular
flujo volátil
estertor
La patria emigra
temo